ABC (1ª Edición)

La belleza perdida

Sólo en la paciente artesanía de lo que burla a la realidad brilla, en algunas muy raras ocasiones, la belleza

- GABRIEL ALBIAC

« Pero llegamos tarde, amigo…». En el albor del siglo XIX, Friedrich Hölderlin anota esa ausencia, sobre la cual alza la más honda de sus elegías, ‘Pan y Vino’: la lucidez de aquel a quien le es dado ver extinguirs­e un mundo, el suyo. Y sabe que no habrá otro: «demasiado tarde».

En estos días extraños que preceden a la Navidad, he vuelto a Hölderlin. Y, de su mano, a aquellos griegos que lo supieron todo como nunca nosotros lo sabremos: bajo manto de eternidad. «¡Dichosa Grecia, morada de los celestiale­s!». Imágenes del cielo adriático: busco en la biblioteca a Anaxímenes. ¿Hubo jamás una astronomía más bella? «Anaxímenes dice que los astros están fijos como clavos en lo cristalino», transmite Aecio. Un colador de diamantes celestes: semiesfera de cuarzo negriazul, por cuyos mínimos poros se cuela la luz pura del otro lado, el de los dioses: tal son las estrellas.

Tantas veces he comentado esa belleza en clase… Y tantas he sonreído al joven listo que objeta con condescend­encia: «ya, pero eso es falso». ¡Ah, los benévolos reproches de los jóvenes! ¿Por qué va a perder un chaval su tiempo en cosas falsas, esto es, en literatura? Por eso, precisamen­te, queridos niños. Porque son falsas: maravillos­amente falsas. Y sólo en la paciente artesanía de lo que burla a la realidad brilla, en algunas muy raras ocasiones, la belleza. A veces, muy, muy raras, pero a veces.

Y ese esplendor de noches estrellada­s ha vuelto a mí en la música de dos maestros del siglo XVI: español uno, Cristóbal de Morales; inglés el otro, William Byrd. Ambos trocando en canto un relato sagrado. «Falso», diría el avispado alumno. E inmerecida­mente bello. ‘O, Magnum Mysterium’: la historia desmesurad­a del Dios que es hombre «yacente en un pesebre». Literatura: metáfora cuya perennidad dice sin equívoco su grandeza. Y a la cual la música de los dos renacentis­tas trueca en milagro, más asombroso que el que su texto narra.

Hemos perdido, como Hölderlin, el mundo, nuestro mundo: el de los dioses, a cuya medida se configura un mundo. Nadie escuchará –o casi nadie, en las vísperas navideñas, a Morales o Byrd, o a Victoria, o a Palestrina. La estúpida jovialidad de las pachangas caribeñas, que saturan nuestras machaconas máquinas de hacer ruido, lo impide. Como un muro de sordera inmaculada. Eso hemos perdido: no la creencia, lo sagrado. Que es algo que poco tiene que ver con creencia alguna. Lo sagrado: cuya función no es eclesial, ni siquiera religiosa. Lo sagrado, que es añoranza de un absoluto con cuya ausencia el tiempo hiere al hombre.

Un mundo se está extinguien­do, sí. Tal vez se extinguió ya y no nos dimos cuenta. Y en ese mundo habitaba la belleza. Pese a todo. Hölderlin, Anaxímenes, Byrd, Morales, Victoria… También para sus nombres llega el tiempo de la nada: éste. ¿Valió de verdad la pena? «Llegamos tarde, amigo».

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