ABC (1ª Edición)

La carga invisible del galeón: sueldos, cautivos, ruinas...

- JESÚS GARCÍA CALERO

El naufragio va más allá del lugar del siniestro y las víctimas directas. Tenemos la fortuna de que la historiado­ra Flor Trejo, comisaria de la muestra en Sevilla, descubre detalles sabrosos del paisaje humano que dejó el galeón. Todo comienza con los armadores: la familia de Antonio Ubilla y María de Izaguirre invirtió todo su dinero, el de sus familiares y algunos otros socios en construir un mercante: el Juncal. Tras la captura de la flota de 1628 en Matanzas por los holandeses, el rey confiscó barcos de todo tipo para la siguiente flota, y el Juncal se convirtió en capitana durante la ida y, en el viaje de regreso, en almiranta. El naufragio fue la ruina de todos los inversores, que apenas lograron una compensaci­ón al pedir puestos en la corte para alguno de sus diez hijos.

La presión por el fiasco de Matanzas era tal que el juez de la Casa de la Contrataci­ón, Melchor de Calatayud, que controlaba el cargamento en el viaje de ida de 1630, embarcaba cada madrugada a las 4 para inspeccion­ar las 13 naves, una por una, disponer la logística y amenazar con multas y confiscar contraband­os. Nada podía fallar, los hombres del rey estaban con mil ojos. Cuando Melchor se marchaba cada anochecer, la picaresca volvía y se cargaba más contraband­o, que al día siguiente desestabil­izaba los balances. Así estuvo durante casi tres meses, pero es que incluso el día de la partida de la flota le volvieron a engañar. Y del esfuerzo y la tensión, falleció repentinam­ente tras la partida de la flota.

No mejor suerte corrió el general Miguel de Echazarret­a, también presa de la tensión para no terminar como su antecesor Benavides, responsabl­e del fiasco de Matanzas, procesado y que iba a morir ejecutado en 1632. Cumplió a rajatabla cada ordenanza, sabía que de él dependía que la Armada recuperase el honor y la hegemonía. Se multiplicó tanto la burocracia que los retrasos abocaron a la partida en temporada de nortes. No obstante, la muerte evitó el naufragio del general de la Armada del Juncal, que murió la víspera de partir, en octubre de 1631, antes incluso que Benavides. Llevaba tiempo achacoso.

Para la historiado­ra mexicana, todo ese temor, esa responsabi­lidad ante el fiasco de 1628 fue algo así como un «lastre invisible para el Juncal, no son elementos materiales, pero es un miedo al fracaso que también nosotros sentía

mos cuando salimos en campaña arqueológi­ca a buscarle. Sentimos que una vez en el mar, nada es seguro. Y supimos que la búsqueda de los restos materiales tampoco basta, ese lastre invisible le da otra dimensión al proyecto».

La ciencia no se detiene. En la preparació­n de la muestra sobre el naufragio del Juncal ha habido un hallazgo novedoso. Los supervivie­ntes no fueron 39 sino 48, según el último recuento. Se salvaron en una chalupa, pero lo cierto es que no hubo lista oficial. El arqueo arroja ya la nueva cifra, de algunos no se sabe siquiera el nombre.

La pelea del virrey, el marqués de Cerralbo, con el arzobispo de México, Francisco Manso, es un duelo al sol que marca el nuevo poder que tiene el virreinato. Y qué decir de la historia de Francisco Granillo, contramaes­tre y sospechoso de motín por llegar a tierra con tesoros. Cuando volvía a España su navío fue capturado por los holandeses. Fue cautivo y abandonado en un puerto de Zelanda, desde el que tuvo que llegar a Cádiz a pie, mendicante, él que tenía seis hijas y una madre tullida por la edad a su cargo, para exigir los sueldos atrasados y los tejos de oro que le habían confiscado tras el naufragio. ¡Ay, el oro! Su proceso naufragarí­a en el océano de papeles del Archivo de Indias.

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El virrey, Rodrigo Pacheco y Osorio, marqués de Cerralbo

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