ABC (1ª Edición)

Colgar los guantes

Resulta triste comprobar que, ni siquiera en una democracia tan modélica como Canadá, Nadia, puede hablar en libertad

- RAMÓN PALOMAR

NADIA Murad narró su terrible historia de sangre y le concediero­n el premio Nobel de la Paz. Practicaba boxeo y soñaba con estudiar Medicina. Hasta que la secuestró el Estado Islámico. Sabe lo que es el sufrimient­o porque la sometieron a todo tipo de sevicias, de maltratos, de humillacio­nes. Pero en Toronto le han prohibido ofrecer una charla porque «puede fomentar la islamofobi­a». Cuando pienso que aquí se nos va la pinza, si miro hacia Canadá observó que todavía están peor. Y me consuela, qué quieren.

Canadá, tierra de bosques, de grizzlys, de riachuelos cristalino­s donde se atascan los salmones, de leñadores rudos que lucen camisas rojas a cuadros mientras afilan sus hachas y añadan ustedes cualquier tópico. Canadá, primerísim­o mundo de terciopelo nevado, calefacció­n a tutiplén y bienestar rotundo que se sale por las orejas. Pero en aquellas zonas se conoce que también abundan los tontos, como demuestra el caso de la censura en Toronto. Es curioso el afán de algunos privilegia­dos del primer mundo por hacerse perdonar toda clase de pecados. En realidad, impiden la palabra de Nadia porque desde el perdón viajan hasta la sumisión. Se diría que les remuerde la conciencia por ser ricos y entonces entonan la canción del que finge un comportami­ento pulcro basado en la chorrada esa de no ofender al prójimo. Lo que pasa es que ignoramos las razones de estas y otras presuntas ofensas. A Nadia la machacaron los amigos del turbante, qué le vamos a hacer. Esto es un hecho. Y ahora mismo naufragan miles de Nadias en, por ejemplo, Afganistán, ese rincón del que nos hemos olvidado y que ha regresado a la Edad Media. Resulta triste comprobar que, ni siquiera en una democracia tan modélica como Canadá, Nadia, incluso con su premio Nobel, puede hablar en libertad. Si la repugnante empanada mental del primer mundo aumenta, nos merecemos nuestro destino de fin de raza pues se diría que, para no ofender al cafre, hace tiempo que colgamos los guantes de boxear porque nos secuestrar­on la voluntad.

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