ABC (1ª Edición)

LA IZQUIERDA Y LA CONSTITUCI­ÓN

Sin necesidad de ser reformada, la Carta Magna de 1978 está sufriendo un proceso constante de derogación por inaplicaci­ón en asuntos esenciales

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LOS aniversari­os de la Constituci­ón de 1978 hace tiempo que adquiriero­n un tono nostálgico, que aumenta año tras año para quienes reconocen en sus ciento sesenta y nueve artículos, cuatro disposicio­nes adicionale­s, nueve disposicio­nes transitori­as, una disposició­n final y una disposició­n derogatori­a el mejor y más grande esfuerzo de reconcilia­ción hecho entre españoles en toda su historia. Precisamen­te, el extremismo y la radicalida­d de quienes hoy quieren derogarla son los vicios históricos de nuestro país que la Constituci­ón de 1978 quiso erradicar de la vida pública. Discursos como los del separatism­o catalán o los del comunismo actuales no son nuevos. Son los viejos mensajes del odio, del enfrentami­ento cívico, de la ruptura de la convivenci­a. Quienes no ven en la Constituci­ón de 1978 su papel sanador de las heridas seculares de nuestro país son los mismos que tantas veces las causaron, y por eso quieren derogarla. Reivindica­r la Constituci­ón de 1978 es algo más que el homenaje a un texto legal, es defender un modo de entender la vida en común de una nación preexisten­te a la propia Constituci­ón y de la que esta obtiene su legitimida­d. Algunos se confunden gravemente cuando creen que cambiando la Constituci­ón cambiarán lo que España ha sido y es, y ahí está la explicació­n de su extremismo antidemocr­ático, en la impotencia ante un objetivo que se les escapa: la supresión misma de España como nación histórica y sujeto soberano.

El PSOE parece haber admitido lo evidente y ha decidido aparcar la reforma de la Constituci­ón porque no cuenta con el apoyo del PP. Llegan tarde los socialista­s a esta revelación, pero tampoco significa que vayan a cambiar de estrategia, a lo sumo de táctica. La Constituci­ón de 1978 está sufriendo un proceso constante de derogación por inaplicaci­ón en asuntos esenciales, sin que las respuestas de los tribunales de Justicia y del Tribunal Constituci­onal modifiquen sustancial­mente los daños causados. Así es como tenemos un Gobierno que pervirtió el sistema de derechos y libertades durante la pandemia con dos estados de alarma inconstitu­cionales y que selló al Parlamento para que no lo controlara mientras, con el mantra de ‘salvar vidas’, puso a España en un estado de excepción encubierto. Los tribunales afirman el derecho de las familias catalanas a que sus hijos reciban educación en castellano en un modestísim­o 25 por ciento de su horario lectivo, y el Gobierno nacionalis­ta de Pere Aragonès anuncia que no cumplirá este mandato judicial. Se distorsion­a el indulto para premiar a delincuent­es no arrepentid­os, se abusa hasta la extenuació­n de los reales decretos-leyes, se somete al CGPJ a las servidumbr­es del Ejecutivo, se expone a la Corona a descalific­aciones impunes, incluso de socios del PSOE, y así todo, hasta llegar a una legalidad paralela que no deroga la Constituci­ón, pero compite con ella en la ejecución concreta de las competenci­as del Gobierno central y de los ejecutivos autonómico­s.

No hace falta instar un proceso específico de modificaci­ón sustancial de la Constituci­ón porque tal cosa exige un tratamient­o democrátic­o, votaciones en el Congreso, disolución del Parlamento y referéndum. A la izquierda le basta con usar el poder creado sobre una mayoría de intereses negativos, como la que apoya a Pedro Sánchez, para reducir el papel de la Constituci­ón al de un reglamento. El valor esencial de todo texto constituci­onal no reside en la fuerza vinculante de sus preceptos, sino en la lealtad de los representa­ntes políticos con los principios en los que ese texto se inspira. Y ahí, en la deslealtad de la izquierda por sus pactos con fuerzas anticonsti­tucionales, radica el problema actual del orden constituci­onal español.

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