LA BARCELONA CHABOLISTA
RUTA POR EL MAPA DE LA MISERIA
Son más de 200 los menores que residen en asentamientos o locales ocupados de la capital catalana, según los datos del Ayuntamiento. En total, unas 900 personas malviven en infraviviendas, como la familia que falleció tras el incendio del bajo allanado en la plaza Tetuán el pasado martes
Tiene tres años y medio y corretea en pijama por una antigua gasolinera, ahora ocupada, en el barcelonés barrio del Poblenou. Ionela «habla un español perfecto», presume Florentina, su madre. Junto a ellas, con espesa barba negra, Ovidio, el progenitor. El matrimonio, de origen rumano, se instaló en este espacio hace cuatro meses. Para sobrevivir recogen chatarra. La niña acude a una escuela cercana y, entre los restos de un bocadillo y un bote de cacao en polvo, cuentan que ya llevan varios años en España.
Ovidio se recuesta sobre un sofá azul en una terraza improvisada tras verjas de obra fijadas sobre bloques de hormigón y cubiertas por tela verde para evitar ser vistos desde el exterior. A su alrededor, un tendedero con sábanas y camisetas, una barbacoa deteriorada y una muñeca. Florentina no puede evitar pensar que su pequeña podía haber corrido la misma suerte que los hijos de
Violeta, la familia que murió tras el incendio de un local, también ocupado, en la plaza de Tetuán de la capital catalana el pasado martes. Un pequeño de tres años, un bebé de pocos meses y sus padres. Ella, rumana y él pakistaní. Según explica, la madre que residía en una antigua entidad bancaria tiene cuatro hijos más en su país natal.
Dedicados a la recogida de chatarra para subsistir, habían forjado vínculos entre compatriotas. No muy lejos de allí, bajo el puente de Bac de Roda, obra de Santiago Calatrava que separa los distritos de Sant Andreu y Sant Martí, había un asentamiento chabolista, donde decenas de jóvenes dormían al raso sobre colchones. Ahora ya no está, pero a pocos metros se encuentran varias barracas. En una de ellas duerme Mirch. Se presenta como un «gitano rumano» de enormes ojos azules y cuenta que también vivió en el local ocupado que ardió en la plaza Tetuán. Se fue de allí hace un año. Con su carro de chatarra a cuestas accede a mostrar la chabola en la que se cobija ahora. Unas vallas metálicas pintarrajeadas con grafitis protegen el recinto que se sitúa en la calle Huelva. Abre el candado y muestra el espacio. Junto a platos, ceniceros y alguna silla, una pequeña construcción de madera plagada de al
fombras con poco más que una cama y un hornillo. El orden sorprende frente al barullo del exterior. Asegura que no pasa frío y se disculpa por no poder ofrecer ni siquiera un zumo. «Quizá en otra ocasión», desliza en un castellano que a veces resulta ininteligible. Trata de ser hospitalario aunque su casa sea una parcela de calle. Cuenta que tiene dos hijos. Una niña de 17 años y un chico de 15 que juega al fútbol. Ambos están en Rumanía, a donde les envía el poco dinero que consigue reunir. «Algún policía de los que ya me conocen me dice ‘Mirch, ¿por qué no vuelves a tu país con tus hijos?’, pero ¿cómo voy a volver?», cuenta mientras mira de reojo su dedo vendado. Se lastimó –nada grave, farfulla– rebuscando entre restos, tratando de hacer acopio de material para reunir así algunos euros. Sabe del incendio mortal porque Dragomir, el hermano de la mujer fallecida, también recoge chatarra y subsiste en un bajo ocupado de la zona.
Junto a Mirch viven Laura y Marcos, en otra barraca construida con trozos de madera y cubierta con plástico azul. Muebles que un día dejaron de ser útiles para sus propietarios conforman un espacio en el que un amasijo de hierros forma parte del paisaje. Un somier, sillas de terraza y también un cobertizo que hace las veces de baño. De visita en el asentamiento donde vive la pareja está Ramón, hermano de Laura, que reside en Zaragoza. Ella se trasladó a Barcelona para huir de su maltratador. «Yo le dije que lo denunciase, pero él la amenaza, dice que si vuelve, la matará», explica, mientras la mujer mira al suelo. Él, combativo, se pregunta cómo los Servicios Sociales permiten que su hermana malviva en esas condiciones. «Lleva un año empadronada y no tiene acceso ni a la tarjeta de alimentos. ¿No somos todos miembros de la Unión Europea? Pues parece que no todos tenemos los mismos derechos», critica.
Laura explica que la asistenta social que la atendía, Gisela, ya no le coge el teléfono. «Con la chatarra ganamos entre 20 o 30 euros a la semana, no nos llega para nada», lamenta. La mujer, de mediana edad, sufre asma y necesita un inhalador.
Recogida de chatarra
En la otra punta de la ciudad, en la zona de Vallcarca, otro asentamiento de barracas. Al vallado se acerca una chica que arrastra un carro amarillo. En su interior, decenas de cartones apilados. Sonríe. Se llama Sidonia y dice tener 18 años, aunque aparenta algunos menos. Vive en una chabola junto a otras familias de Rumanía. Entre ellas la de Adelina, que tiene una niña de dos años. Subsiste, igual que todos los anteriores, con la recogida de chatarra. En un espacio en el que reina el caos, dos furgonetas destartaladas, muebles viejos y un individuo que decide que las dos mujeres dejen de hablar.
Según el Ayuntamiento de Barcelona, casi 400 personas –más de 50 menores– subsisten en 87 asentamientos repartidos por toda la ciudad. La mayoría de ellos, en el distrito de Sant Martí. Además, otras 500 malviven en un centenar de locales ocupados. De ellos, 156 son niños. Una problemática que también se extiende a la zona alta de la ciudad. Así lo anuncian los pies de una muñeca que asoman tras unas cortinas que no llegan al suelo en el portal de una antigua oficina de la Seguridad Social en la calle Reus, en el barrio de Sant Gervasi, que ha ocupado una familia con dos niños pequeños. A escasos 200 metros, en la ronda del General Mitre, se erige una chabola en un solar. Entre sus muros, también una furgoneta y una mesa aún con platos para comer al raso. En los márgenes del terreno se acumulan restos de chatarra.