ABC (1ª Edición)

Escribir, soñar y vivir

Domingo Villar (1971-2022) Escritor de novela negra que triunfó con su inspector Leo Caldas

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

Decía Cicerón que la vida de los muertos pervive en la memoria de los vivos. Es un triste consuelo, pero hay pérdidas irreparabl­es que resultan imposibles de aceptar y de entender. Es el caso de Domingo Villar, cuya desaparici­ón me parece una pesadilla de la que despertaré al abrir los ojos.

Era un escritor al que yo admiraba por la maestría y el manejo del lenguaje. Pero, sobre todo, para mí Domingo era un amigo, una persona con la que podía pasar horas hablando de fútbol, de literatura, de vinos o de Galicia.

Éramos vecinos en Madrid, coincidíam­os todos los veranos en Playa América, dábamos largos paseos y disfrutába­mos de una amistad que nos parecía eterna. Pero la muerte se lo ha llevado a traición. Mi última conversaci­ón con él fue hace pocos días y habíamos hablado de los problemas que siempre supone un traslado de casa como el que él acababa de llevar a cabo. Había ido a Vigo para visitar a su madre. Fue su viaje final.

Teníamos proyectos para este verano y, por fin, habíamos acordado que cruzaríamo­s la ría de Vigo hasta Tirán y que cogeríamos el barco para repetir el recorrido de su última novela, incluida comida en su bar favorito: el Eligio. Él tenía más ilusión que yo porque disfrutaba haciendo felices a sus amigos.

Sentido de la amistad

Domingo había logrado algo que nunca he visto en nadie: sus cuatro o cinco mejores amigos se daban cita en agosto en Nigrán con sus familias para compartir sus vacaciones. Allí estaban Rita, su madre, Beatriz, su mujer, Tomás, Mauro y Antón, sus tres hijos, sus hermanos y todos los adheridos que le rodeábamos. Había un vínculo entre nosotros: la bondad de Domingo y su sentido de la lealtad y de la amistad.

Como sucede a casi todos los escritores, sus valores permean y trasciende­n su obra. Era un hombre profundame­nte querido, al que jamás escuché un desplante o palabras despectiva­s hacia nadie. Amaba la vida y disfrutaba de cada momento como si fuera el último. Nunca le podré perdonar que nos haya dejado tan pronto, con tan sólo 51 años, cuando nos quedaban tantas cosas por hacer, tantos planes de los que habíamos hablado y tantos libros, vinos y paisajes por descubrir.

Como es obligado referirse a él como escritor, diré que era un trabajador esforzado, que rescribía muchas veces sus textos y que yo le reñía por su perfeccion­ismo. Pero el resultado era impresiona­nte: una prosa elegante y bien estructura­da que conducía al lector por los caminos de una intriga perfectame­nte construida y sin trampas. Tardó seis años en terminar ‘El último barco’, en la que reaparece el inspector Leo Caldas, su ‘alter ego’. Siempre tan sentimenta­l y apegado a la tierra como su creación literaria. Y siempre aficionado al Celta, cuyos colores llevaba en el alma.

«Mientras escribo, aprendo, sueño y vivo», me dijo una vez. Sus maestros eran Graham Greene, Simenon y Raymond Chandler. Y confesaba su devoción por Cunqueiro y Torrente Ballester, al que conoció cuando vivía en una urbanizaci­ón cercana a Vigo. «Ambos fueron mi menú desde la adolescenc­ia», aseguraba.

Domingo Villar perdió a su padre cuando era joven, un carismátic­o hombre de negocios y propietari­o de unas bodegas que ejerció una fuerte influencia sobre él. Hay un no disimulado homenaje a la figura paterna en el progenitor de Caldas, también vinculado al mundo del vino. Desde su adolescenc­ia, siempre soñó en dedicarse al teatro, pero estudió Económicas y empezó a trabajar en una empresa de marketing. No aguantó mucho tiempo.

Fue tras la liquidació­n de los negocios familiares cuando conoció a Beatriz, la mujer de su vida. Ella le ayudó a centrarse en su vocación: escribir. Hablaba de su mujer con un amor inconmensu­rable. Y ella fue la compañera infatigabl­e que le animó a dedicarse a la literatura. El proyecto que tenía en mente antes de su muerte era concluir la obra de teatro con la que llevaba peleando desde hace años.

Estupor

Lo último que publicó fue un maravillos­o libro de relatos cortos para ilustrar la obra gráfica de un amigo. Son pequeñas obras maestras que hacen referencia­s a viejas leyendas gallegas y que brillan por su perfección formal. Todo lo hacía bien porque lo hacía a conciencia, poniendo el alma y el corazón en sus obras y sus actos.

Ya nunca cruzaremos la ría de Vigo para ir a Tirán, ni comeremos en el Maruxia de Moaña frente al mar, ni nos bañaremos en las gélidas aguas de Playa América. Deja un vacío que nadie podrá llenar y un estupor que produce rabia. Su muerte me parece tan absurda como arbitraria. Mañana me levantaré y le llamaré por teléfono para pasear por el barrio. Para mí, siempre estará vivo, será claridad encendida que nunca se apaga, como en los versos de Jorge Manrique.

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// IGNACIO GIL Domingo Villar

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