La espada, sombra de un gran Morenito
El de Aranda corta una oreja a cada toro y Ginés Marín logra otra facilona del sexto
Torear con el son, el ritmo y el buen gusto que imprimió Morenito de Aranda ante el segundo toro de El Pilar está solo al alcance de toreros con una sensibilidad especial. Se fue a portagayola, pero al gesto de valentía le siguieron unas verónicas de manos bajas, compás abierto, con el toro empapado en el capote y dos medias de sentimiento en el mismo platillo del ruedo. El torete era de mazapán y así lo entendió el de Aranda, que comenzó de rodillas, aunque enseguida llegó una serie con la derecha plena de mando y ajuste. Lo mejor llegó al natural, encajado el torero, con una sutileza en el trazo que nació de la entrega. Los últimos, de uno en uno ya, y un cambio de mano superlativo resumieron su excelencia. La obra estaba hecha, ahí quedó y hasta encandiló y fue saboreada por los alegres peñistas. Había que firmar, pero lo que precisaba el esplendor de la espada, de la suerte suprema, se emborronó con un infame bajonazo. El toro rodó y hasta le pidieron la segunda oreja. Paseó un trofeo, aunque ahí daba la sensación de que faltaba algo importante.
Doblegó al quinto, que tenía sus cosas. Muy firme Morenito, y de nuevo la zurda sobresaliente, esta vez más maciza y recia. El acero tampoco fue lo mejor, pese al trofeo que se llevó.
Antonio Ferrera se lució con el que abrió plaza, un coloradito bueno como un dulce de San Pedro, tan bondadoso como justito de todo. Hilvanó muletazos con buen aire en un juego en el que faltó emoción. Con los potentes focos de este Coliseum de Burgos, el capote azul de Ferrera brillaba como en el escaparate de un ‘todo a cien’. En eso quedó todo lo que le hizo al cuarto, más apagado, ante el que porfió entre la nada.
Se palpó la tragedia
El tercero saltó al ruedo cuando todavía estaba en la arena el empleado con el cartel que anunciaba el peso del toro. Se arrancó como un obús contra el operario que al soltar el letrero se hizo el quite y le dio tiempo de saltar la barrera. Se palpó la tragedia, que afortunadamente quedó en el susto y en la bronca en el callejón por el desaguisado. El de El Pilar, bondadoso, sí, pero ayuno de fuste, permitió a Ginés Marín andar animoso, antes de matar feamente. Casi seiscientos kilos de toro pesaron sobre las buenas intenciones del sexto, al que aguantó bien con la vara el padre del matador, Guillermo Marín. Nobleza que se fue apagando y muchos muletazos sin que saltara una chispa de verdadera torería. La colocación, la falta de reunión… quién sabe. Oreja facilona, que supo a poco.