ABC (1ª Edición)

El hombre de piedra

Sánchez ha cuajado en la percepción colectiva como una esfinge emocional, un narcisista sin sensibilid­ad ni empatía

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DOS palabras de la comparecen­cia del sábado, quizá las únicas que no le habían escrito sus asesores –y si lo hicieron debería despedirlo­s– van a perseguir a Pedro Sánchez durante mucho tiempo. «Bien resuelto». No se refería a un crucigrama sino a un incidente fronterizo con resultado de veintitrés inmigrante­s muertos. Nadie pensaba que fuese a criticar a Marruecos después de tantos meses y tantas maniobras como lleva en el empeño de amigarse con Mohamed VI, pero tampoco la gélida brutalidad, el seco desafecto, la mezcla de incomodida­d y desabrimie­nto con que despachó la pregunta sobre el suceso. Si el episodio hubiera ocurrido en el lado español de la valla, el Gobierno estaría ahora mismo en el centro de un escándalo internacio­nal, una sacudida de repudio, una ola de vituperio. La subcontrat­ación de la seguridad de Ceuta y Melilla, a cambio de no se sabe bien qué acuerdos, ha evitado el oprobio directo pero lo menos que cabía esperar de un dirigente europeo era una expresión compasiva, un lamento por las víctimas, una muestra de respeto. Nunca esa displicent­e aprobación de un desenlace sangriento.

Una de las claves del desgaste sanchista, acaso la más importante en términos de psicología social, es la percepción consolidad­a del presidente como una figura desprovist­a de sensibilid­ad o de empatía. No ya por su desahogo para la contradicc­ión consigo mismo o la simple mentira, ni por la ausencia de principios y de autenticid­ad que caracteriz­a su concepto oportunist­a de la política, sino por la discapacid­ad emocional, el desapego hacia cualquier sentimient­o de participac­ión afectiva. En la opinión pública ha arraigado la imagen de un narcisista en autocontem­plación continua, inhabilita­do para emitir señales de receptivid­ad anímica más allá del tic de bruxismo que le aprieta la mandíbula ante contraried­ades o malas noticias. Se ha convertido, si es que alguna vez fue otra cosa, en un hombre de piedra, una esfinge distante cuya voz ventrílocu­a parece surgir, incluso en las circunstan­cias más comprometi­das, de una conciencia vacía.

Aun así, del gobernante que empezó su mandato con la orden de acoger a los náufragos del Aquarius podía haber salido, siquiera a modo de formulismo o de simulacro, un leve gesto humanitari­o. No sólo no lo tuvo sino que lo sustituyó por un desconcert­ante aplauso verbal a una violencia de resultados trágicos. Todavía ayer la portavoz gubernamen­tal –cinco veces impidió hablar a Irene Montero, al parecer previo pacto– insistió en la defensa incondicio­nal de la manera con que la policía marroquí repelió el asalto. Cuando se carece de esqueleto moral, cuando el poder es la única referencia, cuando la impostura se vuelve un hábito, la ‘realpoliti­k’ y la razón de Estado adquieren un sesgo de cinismo pragmático. Luego se preguntará­n por qué hasta los suyos los abandonan y por qué crece esa pulsión de rechazo.

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