Reyes a la fuga, una mala tradición histórica
Alexander Alekhine tuvo el feo detalle de morir en 1946 con el título en su poder. Pudo ser envenenado o asesinato de algún otro modo menos perverso, pero eso no es atenuante suficiente por hacer su mutis sin defender la corona. En aquella época, además, los campeones solían esquivar a los aspirantes más peligrosos, obligados por otro lado a aportar la bolsa de premios. El propio Alekhine mareó durante casi dos décadas al cubano Capablanca, que buscó en vano la revancha tras caer derrotado en 1927.
El campeón huido por excelencia es Bobby Fischer, sin embargo. El estadounidense estuvo a punto, de hecho, de fugarse antes de ganar a Boris Spassky en Reikiavik, en 1972. Miedo escénico, altanería o su deseo de ampliar la bolsa de premios pusieron el encuentro en grave riesgo. Al final, el genio remontó un 2-0 que incluía una incomparecencia, algo insólito, y se deshizo de su amigo sin miramientos. Después quiso cambiar las normas. La FIDE aceptó algunos caprichos, pero Bobby exigió demasiado. Al final, dio plantón a Anatoly Karpov, que se proclamó campeón en 1975 sin mover un peón. Fischer no había jugado ni una partida oficial como campeón. Ahora es fácil ver que estaba más cerca de la retirada que de ser un rey longevo.
Garry Kasparov fue más maquiavélico. Irritado con Florencio Campomanes, peculiar presidente de la FIDE, provocó un cisma en 1993 y montó su propia asociación, la PCA, cuyo título llegó a estar más valorado que el oficial. Nigel Short fue su rival y aliado. Luego, Kasparov venció a Anand. Cuando el español de origen letón Alexei Shirov se convirtió en aspirante, tras derrotar por sorpresa a Kramnik, Garry le dio largas. Es el llamado ‘timo de Cazorla’, que acabó en los tribunales y del que hablaremos otro día. Cuando Shirov se dio por vencido, Kasparov se jugó por fin el título contra su amigo y compatriota, que lo acabó derrocando.