«Ya quisieran muchas de las feministas de hoy hablar como Laurencia en ‘Fuenteovejuna’»
El director Lluís Pasqual recibe hoy el premio Corral de Comedias, con el que se abre el Festival de Teatro de Almagro
Es mucho lo que le debe el teatro español a Lluís Pasqual (Reus, Barcelona, 1951), uno de los grandes directores de escena españoles de las últimas décadas; entre otras cosas, un histórico montaje de ‘La hija del aire’, de Calderón de la Barca, para el Centro Dramático Nacional. Aquella función –la primera profesional en la que intervino Antonio Banderas, por entonces todavía José Antonio Domínguez– pasó por el Festival de Almagro, que este año ha decidido otorgar a Pasqual el premio Corral de Comedias; con la entrega se inaugurará hoy el certamen manchego, ‘reserva espiritual’ de nuestro Siglo de Oro, según expresión de su director, Ignacio García. «El Festival de Almagro tuvo un principio relativamente humilde que ha ido creciendo y ganando prestigio. Y se ha hecho necesario. Era de cajón que existiera una cita así para el teatro clásico español –y sumo el que se hizo en América–. En los ochenta, ir a Almagro era un regalo... Y un temor, porque allí se estrenaban las cosas que luego se iban a ver en Madrid en otoño, con lo cual uno iba muy, muy nervioso. Yo la verdad es que no, pero porque tenía veintipocos años entonces, y a esa edad tienes poco miedo. En ‘El caballero de Olmedo’, que dirigí allí hace ocho años, me puse mucho más nervioso que en 1981. O así lo recuerdo, vaya usted a saber».
Acostumbrados
Han pasado cuarenta años desde entonces, y el cambio experimentado tanto en la puesta en escena como en la percepción del teatro del Siglo de Oro es enorme. «Ha cambiado mucho, la gente se ha acostumbrado a ese teatro –dice Pasqual–. Pero es que entonces teníamos unos clichés que, afortunadamente, han desaparecido. El teatro clásico era sinónimo de tostón, de que había que estar preparado y haber hecho no sé cuántos estudios para verlo. Eso ha desaparecido gracias a la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que fundó Adolfo Marsillach, y gracias a la práctica del teatro clásico. Hay mucha gente que se ha atrevido a hacer clásicos y Almagro ha sido un altavoz. El público era también, de alguna manera, más sectario. Si a uno le gustaba Nuria Espert, no podía ir a ver a Joglars o a Els Comediants. La gran revolución del teatro del posfranquismo la hizo el público, que decidió que podía ir a ver cualquier cosa. Y al teatro clásico el público le ha perdido el miedo. No sé si llegan a sentirlo como algo suyo, como pasa en Inglaterra y Francia, pero le ha perdido el miedo».
Quien sí ha sentido como suyo el teatro del Siglo de Oro –durante mucho tiempo fue ‘patrimonio’ de los catedráticos y estudiosos– han sido las propias gentes del teatro. «Es que ese teatro, como el de Shakespeare y un poco menos como el francés, está inventado para eso. Cuando Lope dice: “y más de cien
to en horas veinte y cuatro, / pasaban de las musas al teatro”, quería decir que era un teatro hecho para representar. No se entiende un fenómeno teatral sin el público. Ellos también se han acostumbrado al teatro clásico, y a nadie le choca ya que se hable en verso. Los clichés que tenía han desaparecido, como los del flamenco o la zarzuela. El tiempo ha barrido cosas para mal y, en este caso, para bien».
A Lluís Pasqual la carrera le ha llevado por unos derroteros alejados del teatro clásico, lo que no quiere decir que no lo admire. «Uno se podría dedicar toda la vida a hacer teatro clásico y no bastaría una vida para hacerlo. Me queda, por decir un título, ‘La vida es sueño’, que no sé si llegaré a hacer nunca, porque me parece una catedral, una cúspide, igual que lo es ‘El Rey Lear’. ‘La vida es sueño’ es una de esas metáforas que crea el teatro y que solo se producen en él».
Lope de Vega, Cervantes, Calderón, Quevedo, Tirso de Molina... Nombres no superados que surgieron en una España, la del siglo XVII, mayoritariamente analfabeta. «Y no solo eso, sino que un teatro tan anclado en la Contrarreforma, en un país donde la Iglesia era el poder máximo, y en unos siglos donde la mujer estaba apartada del teatro –en Shakespeare lo hacían chicos y la Commedia dell’arte tiene solo un personaje femenino–, aquí las mujeres, la Calderona o tantas otras, eran empresarias, dirigían, eran ‘capocómicas’, tenían éxito, las pintaban los mejores pintores y tenían amantes de la realeza. Unos seres que hasta principios del siglo XX no merecieron el permiso de la Iglesia para ser enterrados en tierra sagrada; un actor, que era poco menos que una prostituta, podía representar a Dios en un auto sacramental. ¡A Dios! Esta es otra cara que muchas veces no vemos. Ese teatro representado era de una libertad extraordinaria, se atrevía a decir unas cosas... Por ejemplo, ya quisieran la mayoría de las feministas de hoy hablar como Laurencia en ‘Fuenteovejuna’. A mí me conmueve su monólogo, porque piensas que con tanto cura suelto que había por ahí, tanto ‘macho ibérico’, de repente surge Laurencia y te quedas pegado a la pared. Los corrales eran sitios donde uno era capaz de expresar libremente cosas que, más allá de esas paredes, estaban prohibidísimas... Las mujeres de Lope de Vega son las dueñas de la situación; hay que llegar a Goldoni, mucho más tarde, para encontrar mujeres con esa importancia, y que decidan la trama y lo que sucede. Pero en Lope ya son las que conducen la acción y las que hacen avanzar los conceptos más ‘progresistas’. Eso para mí es muy sorprendente; si pudiera viajar en el tiempo, me gustaría mucho ir a un corral de comedias del siglo XVII para ver la cara de estupor y, al mismo tiempo, de complicidad, de la gente cuando se decían esas cosas allí, pareciera que al margen de cualquier legislación».
Teatro en las escuelas
La huella de este teatro clásico no se ha marcado, cree Pasqual, en los creadores de hoy. «Desafortunadamente, no lo hay. Y creo que es porque no se estudia en la escuela. No me gusta demasiado hablar de lo de fuera, pero en Francia cuando alguien escucha los versos de Molière o Corneille ya los ha leído y los ha dicho de memoria. Y en Inglaterra a Shakespeare se lo representa en los colegios. Es ahí donde hay que aprender a los clásicos. No vale ni pasar por la universidad ni decir que cuando sea mayor ya lo entenderá. No. Eso, que va entrando por los poros, cuando alguien se dedica después a escribir, le sale; le sale una determinada tradición, aunque no quiera. Como detrás de los autores ingleses contemporáneos siempre está Shakespeare. Indudablemente. Siempre hay un momento en que el tío Willy aparece por ahí. Y en nuestro caso parece que tengamos que empezar cada vez de cero, de la nada. Cuando hice ‘La hija del aire’ yo no tenía –no teníamos– demasiadas referencias; no sabíamos dónde apoyarnos, ni en qué ni cómo. Eso, a las generaciones de ahora, si quieren, ya no les pasa, porque tienen desde innumerables ‘Estudios 1’ para ver hasta puestas en escena diferentes. Pero eso, repito, se aprende en el colegio».
«La gran revolución del teatro del posfranquismo la hizo el público, que decidió que podía ir a ver cualquier cosa»