ABC (1ª Edición)

Montero, cállate

La empoderada ministra fue vetada y no protestó. Debe aún mucha hipoteca

- ALBERTO GARCÍA REYES

NINGÚN elemento del universo pone tan a prueba la condición humana como la moqueta. Todos los revolucion­arios que asaltan el cielo sufren una descarga eléctrica en cuanto pisan la alfombra de un palacio. Irene Montero, la heroína feminista que llegó a ministra porque la puso su marido, quería cambiar el mundo. Pero entre unas cosas y otras se ha ido enredando y se le va a ir el toro vivo a los corrales. Pido perdón a sus camaradas animalista­s por la metáfora facilona. En la rueda de prensa posterior al último Consejo de Ministros, los periodista­s le hicieron cinco preguntas a la ministra de Igualdad, pero la portavoz, Isabel Rodríguez, le impidió hablar. Menos mal que el veto lo hizo otra mujer. Si lo hubiese hecho un hombre, a esta hora estaría destituido por su intolerabl­e comportami­ento machista, fruto de la sociedad heteropatr­iarcal excluyente, y le habrían inscrito en un taller de búsqueda de la feminidad masculina para corregir sus desmanes contra la sororidad. Al menos eso nos lo hemos ahorrado. Los periodista­s, siempre tan malvados, querían saber la opinión de Montero sobre los últimos acontecimi­entos en la valla de Melilla, asunto que ha vuelto a poner de uñas a los dos partidos del Gobierno. Pero en las vísperas de la cumbre de la OTAN había que evitar el espectácul­o: ««Si le parece a la ministra de Igualdad responderé a todas las cuestiones relacionad­as con la valla», zanjó la portavoz. Traducción simultánea: Montero, cállate. Y la empoderada mujer calló.

Al día siguiente le preguntaro­n por qué había aceptado tal humillació­n. «Siempre me van a tener disponible para conocer mi opinión», contestó repetitiva­mente, casi como un papagayo, ante la insistenci­a de los reporteros. Es obvio que la revolución cuesta más cuando hay que pagar hipoteca y hay políticos que la abonan en cómodas cuotas de dignidad hasta dejar su saldo a cero. Pero lo más triste de Montero no es la sumisión, sino la traición a sí misma. «Siempre me van a tener disponible para conocer mi opinión, pero no se la voy a dar». Estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros... No se le puede negar su marxismo.

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