ABC (1ª Edición)

El último beso

Un talud solo da miedo cuando el miedo ya ha debutado en la vida. Sus madres duermen. Creen que sus hijos también

- CRUZ MORCILLO

ES la última vez que le da un beso pero ninguno puede saberlo. Elías tiene 16 años. Es el copiloto en un Mercedes. La noche es larga y azul y la vida infinita, como lo es siempre cuando no somos consciente­s de esa mentira ni se adivina el miedo porque ya se han borrado los terrores infantiles y los infiernos futuros están aún agazapados.

Su amigo sonríe y pisa el acelerador. No tiene carné, pero quién lo necesita cuando la única coreografí­a es adolescent­e y el mundo, tan elástico. El pasajero de atrás es casi un niño. Cayetano ha cumplido 15 años y acaba de terminar el curso. La noche es larga. Sus madres duermen.

Las señales de un coche de policía en un polígono de Ronda no son buen augurio. El conductor sigue adelante. Sin carné, 22 años, ajeno al miedo. Dan vueltas, aceleran, los ven pasar demasiado deprisa, apagan las luces porque la noche es larga, sus madres duermen y ellos son invencible­s. El miedo es un alien que crece cada cumpleaños, pero eso será después, no a los 15, los 16 o los 22.

El Mercedes no tiene límites. Ellos, tampoco. Acaban de inaugurar el verano, la velocidad, las despedidas sin beso. Las mentirijil­las infantiles las han sustituido por otras con más revolucion­es en el motor.

Diego, al volante, no quiere parar. Esquiva dos veces las señales de un zeta. Los policías no saben a quién persiguen. El Mercedes elige un camino de tierra. Elías, el copiloto, 16 años, no le ha dicho a su madre que se lleva su coche. Eligen mal; la noche negra. El camino de Descalzos Viejos es una pista sin salida, un trampolín a ninguna parte. Un talud solo da miedo cuando el miedo ya ha debutado en la vida. Sus madres duermen. Creen que sus hijos también.

El teléfono rompe la madrugada larga y azul. Hay un coche volcado en la carretera de Ronda, humeante y con las ruedas hacia arriba girando al infinito. Se ha precipitad­o desde diez o doce metros de altura. El teléfono en la noche es el hilo de las pesadillas. Un mensajero obcecado que se impone a los terrores infantiles y anticipa los futuros. Diego, Elías y Cayetano están en ese Mercedes. Sin el último beso de sus madres.

Hubo otro Diego en mi adolescenc­ia, compañero de clase. Lo recuerdo callado y tímido, buen deportista y mal estudiante. Una noche, también larga y azul, condujo a escondidas el coche de su padre, recién estrenado. Decían que le había prohibido cogerlo. La única coreografí­a posible entonces pasaba por los pueblos cercanos. Ocho, diez, quince kilómetros separaban la monotonía mortal de la aventura o siquiera el aliciente. Diego tuvo un accidente, nada serio, unas chapas necesitada­s de taller. Encerró de madrugada su delito en el garaje, se cambió de ropa, y salió de nuevo. Su madre dormía. La Guardia Civil llamó a su puerta horas después. Encontraro­n a Diego colgado de un árbol. El último beso nunca se da de forma apropiada.

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