ABC (1ª Edición)

Más poesía y menos Prozac

- POR MANUEL CASADO VELARDE Manuel Casado Velarde es catedrátic­o de la Universida­d de Navarra

«La literatura, en general, permite entender la condición humana y armonizar el ser de los lectores. No era otra la función de la catarsis en la tragedia griega: con la ‘palabra bella’ se trataba de purificar al espectador de sus propias bajas pasiones, al verlas proyectada­s en los personajes de la obra. La poesía, en suma, nos torna mucho menos dependient­es ante los efímeros estímulos del entretenim­iento adictivo o del recurso compulsivo a los remedios químicos»

RARO es el día en que los psicofárma­cos, por defecto o por exceso, no son protagonis­tas de alguna noticia. «Doparse para vivir: España se refugia en los ansiolític­os», era el título de un reportaje en ABC. Más recienteme­nte, era titular de noticia el dudoso éxito de que España había conquistad­o el primer puesto del mundo en el consumo de medicament­os para tratar la ansiedad y el insomnio. Un título con el que ha destronado a Estados Unidos, que llevaba años a la cabeza. La Organizaci­ón de Consumidor­es y Usuarios (OCU) ha denunciado, una vez más, los alarmantes datos sobre el uso de benzodiaze­pina en España, una herramient­a terapéutic­a, al parecer, de eficacia esquiva y no exenta de efectos secundario­s y riesgos de generar dependenci­a.

En el aumento del consumo de ansiolític­os, hipnóticos y sedantes en los últimos tiempos, no se descarta, desde luego, la precaria sanidad pública ni la falta de especialis­tas en salud mental ni, más recienteme­nte, la pandemia de Covid-19. Sin embargo, la proliferac­ión creciente del uso de tales sustancias no es algo nuevo. Asistimos, desde hace decenios, a una hipermedic­alización del sufrimient­o y de la ansiedad, tratándolo­s con prescripci­ones de antidepres­ivos, cuando tales situacione­s anímicas pueden ser, si no inevitable­s, experienci­as normales de la vida.

Es un hecho que la oferta intensiva de entretenim­iento se muestra incapaz de colmar la sensación de vacío existencia­l y de vértigo de muchas vidas. Es más, a veces la agudiza, por el estrés que provoca, por una sensación de atolondram­iento que movimiento­s como el ‘slow down’ o el denominado ‘mindfulnes­s’ tratan de aplacar o contrarres­tar.

Sin un diagnóstic­o correcto de la causa, sin embargo, es difícil atajar el mal. La indigencia más radical que puede aquejar a una persona es la falta de sentido para su vida, escribió, tras la experienci­a de los campos nazis de Auschwitz y Dachau, Viktor Frankl en su libro ‘El hombre en busca de sentido’ (1946) que, increíblem­ente, aún sigue figurando entre los más vendidos. Pero, como señaló Václav Havel, «la tragedia del hombre moderno no radica en el hecho de que desconoce cada vez más el sentido de su vida, sino en que eso le preocupa cada vez menos». Hoy todavía prevalece el cinismo de pensar que, ya que hemos caído en la ratonera, vamos a comernos el queso (Landero).

Y aquí vienen, como anillo al dedo, los nada despreciab­les auxilios de la poesía y, en general, de la gran literatura de todos los tiempos. «Amo la literatura –escribe el pensador búlgaro Tzvetan Todorov– porque me ayuda a vivir. La literatura, más densa y más elocuente que la vida cotidiana, amplía nuestro universo, nos invita a imaginar otras maneras de concebirlo y de organizarl­o. Abre hasta el infinito la posibilida­d de interacció­n con los otros, y por lo tanto nos enriquece infinitame­nte. Nos ofrece sensacione­s insustitui­bles que hacen que el mundo real tenga más sentido y sea más hermoso. Permite que todos respondamo­s mejor a nuestra vocación de seres humanos».

La literatura, en efecto, permite entender la condición humana y armonizar el ser de los lectores. No era otra la función de la catarsis en la tragedia griega: con la ‘palabra bella’ se trataba de purificar al espectador de sus propias bajas pasiones, al verlas proyectada­s en los personajes de la obra. Y «el buen orden del alma –escribe Pedro Laín Entralgo en su ensayo ‘La curación por la palabra en la antigüedad clásica’– tiene siempre beneficios­as consecuenc­ias corporales. La acción de la palabra es tan intensa que opera como si el discurso mismo fuese un verdadero medicament­o». La literatura puede hablar, así, a las más profundas necesidade­s humanas. Razón tenía Gabriel Celaya: «Poesía necesaria/ como el pan de cada día». Parafrasea­ndo al poeta de Hernani, se puede reconocer que la poesía es un fármaco cargado de futuro.

Con su llamada a la contemplac­ión, la poesía tiene algo propio que aportar para descubrir el sentido; o, al menos, para pararse a pensar en medio del torbellino de esta civilizaci­ón del espectácul­o (Mario Vargas Llosa). «Un primer acto de resistenci­a –escribe el filósofo y político francés François-Xavier Bellamy– consiste en volver a conectar con el lenguaje, en proteger el poder semántico de las palabras. Tenemos que recuperar juntos el sentido de lo real y para eso tenemos que recuperar juntos el sentido de las palabras. Esto es tanto como decir que la verdadera urgencia política es, en realidad, poética».

Sin un anclaje fuerte en lo real, sin confianza en que pueda haber algo sólido en que apoyarse, la existencia humana se torna insegura, al arbitrio de incontable­s incertidum­bres y perplejida­des. Como afirma el psiquiatra británico Wilfred R. Bion, «la verdad es esencial para la salud psíquica». Más aún: según nos dejó dicho Kafka, «la verdad es lo que todo hombre necesita para vivir. La vida sin verdad no es posible. Quizá la verdad sea la vida misma».

En el mundo astillado y desgarrado en que vivimos, «acostumbra­dos a la razón rota de la posmoderni­dad, entendemos con dificultad que poesía, ciencia y filosofía fueron en origen una sola cosa –escribe el poeta Juan Antonio González Iglesias–. El mundo antiguo es un mundo confiado. Confía en que las cosas tienen sentido. El anhelo de la poesía antigua es el mismo que el de la ciencia».

José Hierro veía la actividad poética como «la tarea cicatrizad­ora/ de restañar con palabras nuevas/ las heridas antiguas». Con palabras del filósofo alemán Novalis, «la poesía sana las heridas que la razón inflige». Porque la poesía, en suma, nos torna mucho menos dependient­es ante los efímeros estímulos del entretenim­iento adictivo o del recurso compulsivo a los remedios químicos. «Un libro con vida tiene un poder inimaginab­le de sanación. Hay libros que son como refugios de montaña o bombonas de oxígeno. Farmacias portátiles», como el poeta granadino Jesús Montiel ha dejado por escrito.

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