ABC (1ª Edición)

ESCOCIA, CATALUÑA Y EL SEPARATISM­O

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Los separatist­as se creen con derecho a celebrar referendos continuame­nte. Si el pueblo no quiere independen­cia es que se ha equivocado, y hay que volver a preguntar hasta que ‘acierte’

LA ministra principal de Escocia, Nicola Sturgeon, está aumentando la presión política para que el Gobierno británico autorice un nuevo referéndum de autodeterm­inación. La polémica sobre las consecuenc­ias del Brexit y la crisis actual de relaciones entre Londres y Bruselas a cuenta de Irlanda del Norte son el marco de este nuevo impulso del nacionalis­mo escocés hacia la independen­cia. Los nacionalis­tas de Sturgeon creen que la opción separatist­a ganará adeptos entre quienes quieren volver al seno de la UE. Además, las antipatías que genera Johnson servirían como revulsivo a los dudosos. Sturgeon está pensando en octubre de 2023 para la consulta, pero el proceso no es tan sencillo. No basta quererlo. Las convencion­es políticas en el Reino Unido tienen un sólido arraigo legal e incluso los independen­tistas escoceses asumen que no deben acudir a un referéndum unilateral, no solo por su ilegalidad intrínseca, sino por su deslegitim­ación política. El peculiar federalism­o británico residencia en el Parlamento de Westminste­r la soberanía nacional y su voluntad expresa la Constituci­ón política del país. El antecedent­e fue la consulta de 2014 que se saldó con la derrota del independen­tismo por el 55,3 por ciento de los votos frente al 44,7 por ciento, partidario de la secesión de Escocia.

Es muy llamativo que los nacionalis­tas se crean con derecho a celebrar referendos tantas veces como sea posible –el ‘neverendum’ lo llaman– hasta lograr la victoria, como si este fuera el designio natural al que debe ajustarse la voluntad del pueblo. Si el pueblo no quiere independen­cia, es que se ha equivocado, y hay que volver a preguntar hasta que ‘acierte’. Con esta lógica visionaria, el nacionalis­mo realimenta su desvincula­ción con las reglas del juego democrátic­o, más aún cuando de esas reglas pretende derivarse la voluntad constituye­nte de una nueva nación.

Aunque Johnson y su política anti-Bruselas esté generando conflictos, Sturgeon puede equivocars­e si cree que este ambiente provocará un cambio significat­ivo del voto probritáni­co hacia posiciones independen­tistas. Las encuestas, aunque revelan un cierto incremento del voto secesionis­ta, no dan opciones claras a la independen­cia. Y seguir siendo británico mantiene su tirón entre una gran parte de los escoceses. Además, harían bien los nacionalis­tas de cualquier sitio en recordar cómo gestionó Canadá las embestidas separatist­as de Quebec, con una ‘ley de la claridad’ que puso negro sobre blanco las condicione­s de todo referéndum por el derecho a la autodeterm­inación de cualquier territorio canadiense: solo pactado bilateralm­ente, con una mayoría clara a favor de la separación (no basta el 51%), con respeto a las minorías y tras un acuerdo económico sobre infraestru­cturas e inversione­s. Con la premisa de que ningún territorio tiene por sí mismo derecho a la autodeterm­inación.

Conviene que, por ejemplo, los nacionalis­tas catalanes no se entusiasme­n con esta reavivació­n del caso escocés, porque tiene muchas contraindi­caciones para las aspiracion­es de una Cataluña independie­nte. Por lo pronto, ningún escocés buscó el amparo de Putin para que apadrinara a Escocia frente al Reino Unido. La imagen política es muy importante, y el nacionalis­mo catalán la ha perdido frente a Europa. Sturgeon no ofende a Isabel II –es más, los nacionalis­tas la quieren de jefa de su futuro estado independie­nte–, y tampoco se plantea una declaració­n unilateral de independen­cia, siquiera en edición de bolsillo como la de Puigdemont. Eso sí, unos y otros coinciden en trasladar el empeño de desestabil­izar la unidad política de sus respectivo­s estados y generar más división entre los ciudadanos. El nacionalis­mo es una fuente continua de problemas.

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