ROTA: UNA VIDA ENTRE DOS MUNDOS
La Base ha transformado el municipio gaditano. Aunque la presencia estadounidense ha disminuido en los últimos años, su influencia sigue siendo notable, y no solo en el aspecto económico. El periodista y escritor roteño Wayne Jamison, hijo de americano y española, narra cómo vivió este proceso
La Rota en la que crecí en los años 70 y 80 tenía poco que ver con la actual; casi tan poco como la que resultó a mediados de los años 50 de la instalación de la Base americana. Eran épocas y contextos muy diferentes, y el impacto entonces fue brutal. La sociedad tradicional de pescadores y agricultores desapareció y la moral impuesta por el régimen se relajó para satisfacer a los nuevos amigos.
Todo cambió para siempre con la llegada de los americanos. Sobre todo en lo económico. La necesidad de personal cualificado llevó a Rota a muchos hombres, también españoles. Y estos, a su vez, demandaban casas en las que vivir, restaurantes en los que comer, locales de ocio en los que divertirse, tiendas en las que comprar, talleres en los que reparar sus modernos coches y bancos en los que dejar su dinero. Numerosos roteños, por su parte, pudieron aprender nuevos oficios y dejar el campo para acceder a trabajos más lucrativos en la Base como mecánicos, cocineros, jefes de mantenimiento, electricistas, pintores, soldadores... Huelga especificar las consecuencias que tuvo todo eso.
Nací y crecí en esa normalización de la anomalía a la que se refiere el escritor roteño Felipe Benítez Reyes cuando habla de Rota. Y de forma más intensa que la mayoría, quizá. Lo viví desde dentro, disfrutando de unos privilegios extra y siendo testigo directo de lo que para la mayoría era un sueño.
Soy hijo de americano y española. Éramos unos cuantos en Rota por aquel entonces. Mi padre se retiró de la Fuerza Aérea americana tras superar los veinte años de servicio –pudo así disponer de una generosa paga vitalicia desde poco después de cumplir los 40– y encadenó diferentes empleos como civil dentro de la Base. Mi madre era profesora de yoga y gimnasia, por lo que los tres sueldos que entraban en mi casa nos permitían vivir con cierto desahogo. Disfrutábamos, además, de los privilegios que los americanos tenían en las instalaciones militares, hacer uso de ellas o comprar en sus tiendas productos, muchos inexistentes en España, y, encima, libres de impuestos.
Eso me permitió, por ejemplo, tener unas zapatillas Air Jordan cuando en España era casi imposible conseguirlas, gafas de sol Ray Ban como las de Tom Cruise en ‘Top Gun’ o vestir modernas sudaderas con capucha y pantalones vaqueros Levis 501 que en la Base costaban menos de 3.000 pesetas y fuera, con suerte, tres veces más. O que productos como las galletas Oreo, refrescos como Dr Pepper o la Coca-Cola de cereza, la crema de cacahuete, la mermelada de uva, botes de un aderezo para ensaladas parecido a la mayonesa (’salad dressing’) que usábamos para casi todo, las batatas (con b), la carne asada, el pavo o las hamburguesas XL copasen una despensa en la que la presencia de productos españoles era casi testimonial.
Una ventana a EE.UU.
La Base se había convertido en una ventana al modo de vida americano al que querían asomarse todos los vecinos. Allí dentro había –y sigue habiendo– un colegio, una universidad, cines, tiendas, supermercados, un hospital, zonas deportivas, viviendas unifamiliares y hasta un campo de golf que dicen los entendidos que no tiene demasiado que envidiar a los mejores del país. Y americanos con sus coches, los electrodomésticos más avanzados, las Harleys, el tabaco rubio más codiciado… Bienes de consumo imposibles ni tan siquiera de imaginar en cualquier otro lugar de la península.
Todo eso tenía su proyección más allá del recinto militar. El pueblo de Rota estaba impregnado de la cultura americana y marcado por el asombro ante las novedades que todo eso conllevaba. Hablar de colonización sería exagerado, pero algo de eso sí hubo en las primeras décadas, entre la entrada en funcionamiento de la Base en 1953 hasta principios de los 90. Los jóvenes, y bastantes que no lo eran tanto, se ilusionaban con aquella naturaleza estadounidense, con vivir en un mundo que era lo más de lo más. Por eso querían vestir y peinarse como los americanos, sentir y pensar como ellos, lo que pasaba también por disfrutar como lo hacían sus modelos. Con su tabaco, sus bebidas, sus chicles… Y su música.
Éramos también unos privilegiados en eso. La Base tenía una emisora de radio cuyas ondas llegaban perfectamente al pueblo de Rota. Emitía música durante prácticamente todo el día. Pinchaban los cantantes y grupos que sonaban en Estados Unidos y que tardarían meses en llegar a España. Y eso con suerte y si lo hacían, porque muchos no llegaban a cruzar el charco. Así conocí, por ejemplo, a los Run DMC, como antes mi hermano mayor y sus amigos habían conocido a Jimi Hendrix y Pink Floyd, me enamoré del rap y el ‘break dance’, a cuyo ritmo mis amigos y yo resolvíamos a veces nuestras diferencias con otras pandillas. Nos creíamos lo más por bailar como lo hacían los americanos, como un robot o haciendo piruetas
Pacto de silencio en torno a la economía sumergida
«EN LOS BARES SE COBRABA MÁS AL AMERICANO Y SE LLEGÓ A CREAR UN AUTÉNTICO MERCADO DE CONTRABANDO DE PRODUCTOS DE LA BASE»
en el suelo con la música que escupía un radiocasete de doble pletina –cuanto mayor mejor– que uno de nosotros sostenía sobre su hombro mientras nos animaba y nos hacía indicaciones. El problema solía venir a la hora de decidir el grupo ganador, momento en el que las diferencias se hacían mayores y tocaba decidir si salir corriendo o resolverlas de otra forma menos amable.
‘Pubs’ y hamburgueserías
Luego estaba la actividad nocturna, más problemática en apariencia, pero que allí también vivíamos con mucha normalidad. Los bares con serrín en el suelo y en los que el camarero anotaba las cuentas con tiza en el mostrador, frecuentados por los lugareños de mayor edad ajenos a las nuevas modas, y las terrazas convivían con discotecas, ‘pubs’, barras americanas, locales de alterne y hamburgueserías dirigidas al público americano, siempre con dinero y, lo que era más importante, dispuesto a gastarlo, sobre todo si acababa de pasar varios meses navegando en un portaviones.
Este mundo alternativo del que hoy apenas queda rastro se concentraba en la avenida San Fernando. Cerca está la calle Calvario, donde vivía el roteño que iba y venía al campo a trabajar con su motillo y completaba el peculiar cuadro de contrastes en el que se había convertido la población.
Habrá quien piense que las peleas y los delitos debían estar allí a la orden del día. Pero no. Raro era ver a un americano llegar a las manos con otro o con un español. Salvo contadas excepciones, claro, que, cuando se producían sí resultaban de lo más llamativas. Sabían que se la jugaban. La disciplina militar a la que estaban sometidos era, y sigue siendo, muy estricta al respecto. Y, por si acaso, ahí estaba además la Shore Patrol, la policía militar americana que vigilaba las zonas en territorio español que frecuentaban sus hombres e intervenía en caso de que alguno se desmadrase. Entraban poco en acción, pero cuando lo hacían solían ser también un espectáculo al que pocos nos resistíamos.
Recuerdo otra consecuencia de la presencia de la Base, esta mucho menos visible pero igualmente arraigada y que me llamaba la atención. Se trataba de una actividad en torno a la cual existía una especie de pacto tácito de silencio y de la que estoy convencido que las autoridades de ambos lados de la ‘frontera’ tenían conocimiento y asumían como inevitable. Me refiero a las diferentes formas de economía sumergida que surgieron. Más allá de la picaresca en algunos bares o comercios en los que se cobraba más al americano por el simple hecho de serlo, se llegó a crear también un auténtico mercado de contrabando de muchos productos de la Base. El más evidente podía ser el tabaco. Los paquetes de Marlboro o Winston estaban especialmente cotizados y eran ofrecidos a precio muy reducido en puntos de venta conocidos por cualquier fumador. Pero también surgió un mercado negro de pantalones vaqueros, gafas, zapatillas de deportes o alimentos que dotaba de ingresos extra a familias roteñas y americanos. Estos últimos suministraban el producto a cambio de un porcentaje en el margen de beneficio. O a veces ni eso, se lo vendían a precio de coste como gesto de amistad.
Lo que sí sigue condicionando la presencia de la Base es el mercado inmobiliario. El militar americano ha sido y sigue siendo un cliente muy codiciado. Sobre todo en los alquileres de casas grandes y jardines amplios, que es lo que siempre han buscado. Paga muy bien, normalmente por encima del precio de mercado –gozan de generosos pluses en sus sueldos para ello–, y el arrendatario tiene, además, el cobro garantizado por el gobierno estadounidense. No es de extrañar, por tanto, que muchos en Rota solo quieran ya alquilarles a ellos. Ni que haya quienes hayan visto una forma de inversión en la compra de determinados tipos de viviendas. Las estimaciones apuntan a casi mil alquileres en la actualidad, lo que supone unos ingresos mensuales de 1,2 millones de euros para las familias roteñas.
Mundo globalizado
Pero la globalización lo ha diluido todo. Ahora todo es muy diferente. Hasta mi madre, que a sus 84 años y ya viuda sigue viviendo en Rota, nota el cambio. «Ya no se ven americanos por la calle como antes; es una pena porque le daban una vida muy especial al pueblo». El municipio se ha diversificado y ahora vive también de los servicios y del turismo. Se ha convertido, de hecho, en una de las joyas de la costa gaditana. Aun así, las estimaciones municipales señalan que el 60 por ciento de la población sigue viviendo, directa o indirectamente, de la Base. Se mantiene, por tanto, como principal motor económico. Tanto que supone dos terceras partes del PIB de la población, con un impacto en la zona de 600 millones de euros.
Por eso no debe sorprender que mi madre, como la inmensa mayoría de los roteños a los que se pregunte, reciba con los brazos abiertos la próxima llegada de dos nuevos destructores americanos a la Base. «Yo no entiendo de política, pero solo digo una cosa: no me imagino Rota sin la Base». Yo tampoco.