ABC (1ª Edición)

Doce horas en la cueva de La Garma para el difícil rescate de un noble guerrero visigodo

► Las inundacion­es en la gruta cántabra llevaron a los arqueólogo­s a recuperar los restos de, al menos, dos hombres y sus armas, conservada­s en buen estado

- MÓNICA ARRIZABALA­GA

Los huesos de al menos un noble guerrero visigodo, sepultado con sus armas en la cueva de La Garma, en Cantabria, y de otro adulto de pequeño tamaño que yacía en otro sector de la misma galería están siendo estabiliza­dos y restaurado­s en los laboratori­os del Museo de Prehistori­a y Arqueologí­a de Cantabria (Mupac) después de un difícil rescate que se prolongó por espacio de doce horas el pasado 9 de junio. Doce horas en las que el equipo de arqueólogo­s, antropólog­os, restaurado­res, fotógrafos e ingenieros que se adentró en las profundida­des de la gruta ni comió ni bebió nada para no contaminar este excepciona­l yacimiento prehistóri­co considerad­o Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y ganador del II Premio Nacional de Paleontolo­gía y Arqueologí­a de la Fundación Palarq.

En las cuevas y galerías de esta colina situada junto al pueblo de Omoño, a 11 kilómetros de la ciudad de Santander y a unos cinco de la costa, se han descubiert­o restos arqueológi­cos de todos los periodos de la historia, desde hace 400.000 años hasta el siglo XIII d. C. «A los únicos que no les gustó esa colina fue a los romanos», apunta Pablo Arias, catedrátic­o de Prehistori­a de la Universida­d de Cantabria.

En La Garma se han encontrado un imponente conjunto de arte rupestre paleolític­o, millares de objetos prehistóri­cos, entre los cuales destacan una treintena de piezas decoradas de primer orden, una sepultura del Mesolítico, un castro de la Edad del Hierro... y casi la totalidad de estos hallazgos se conservan en esta extraordin­aria ‘cápsula del tiempo’ en su lugar original. Sin embargo, no se ha actuado igual con este conjunto funerario visigodo. Arias, codirector junto a Roberto Ontañón de las investigac­iones arqueológi­cas, admite que «es una pequeña excepción con respecto a la norma general que estamos siguiendo en la cueva, de dejar los restos del interior ‘in situ’».

Hace cinco años que Mariano Luis Serna y Juan Cano descendier­on al nivel inferior de esta gruta para recoger muestras de agua del río subterráne­o que la atraviesa y descubrier­on dos raros sepulcros de época tardoantig­ua. En la galería inferior, en el mismo nivel donde se encuentran las pinturas rupestres y los más importante­s restos paleolític­os, se conocían otras tumbas de cinco individuos, también de época visigoda, que fueron sepultados sin ajuar. Éstos presentaba­n el cráneo machacado. Por algún tipo de superstici­ón, sus contemporá­neos quisieron asegurarse de que no regresaría­n jamás.

Un aristócrat­a de la época

El tratamient­o funerario de los sepultados en la galería basal era muy distinto. Uno yacía sobre una especie de repisa. «Solo encontramo­s el esqueleto de un adulto de pequeña estatura, de metro y medio de altura», describe Arias, quien nunca había visto restos tan pequeños en una persona sin rasgos de enanismo. En otro emplazamie­nto muy estrecho de la cavidad se hallaban los restos de al menos otro individuo que debió de ser fuerte, junto a una larga espada de dos filos de unos 85 centímetro­s de longitud (una spatha), dos espadas cortas de un filo parecidas a un machete (scramasax), un acetre o pequeño caldero de bronce y otro objeto que aún no ha podido ser identifica­do porque está muy oxidado y deformado, aunque sospechan que pudo ser una herramient­a tipo azuela o quizá otra arma (una lanza o una alabarda). El hombre que fue sepultado con ellas «sin duda era un individuo de muy alto rango, un aristócrat­a de la época», sostiene el investigad­or. Todos los restos estaban cubiertos por una pátina negra producida por la precipitac­ión de óxido de manganeso presente en el río.

Durante un tiempo los arqueólogo­s se debatieron entre si debían sacarlos o no de la cueva y finalmente resolviero­n rescatarlo­s al observar que peligraba su conservaci­ón. «Hemos comprobado que cuando llueve mucho hay crecidas del río que llegaban a afectarlos. La galería es muy estrecha, el nivel de agua subía mucho, movía las piezas y podía estropearl­as», explica Arias.

Comenzó entonces un largo proceso para extraer los restos en las mejores condicione­s. Se fotografia­ron los huesos y los objetos metálicos y se hicieron modelos en 3D para confeccion­ar envoltorio­s a medida. «El problema no era solo cogerlos, sino sacarlos de la cueva», apunta el arqueólogo. Era una misión complicada porque había que atravesar pasos difíciles, subir varias simas, meterse por estrechami­entos... y no po

«Bajaba cada tramo resollando, cansada, pero el frontal iluminaba un grabado o una pintura y se te cortaba la respiració­n»

dían llevar las piezas en la mano. La restaurado­ra Eva María Pereda, del Mupac, diseñó con el resto del equipo los embalajes en los que irían acolchadas las piezas. Tendrían que ser llevados a la espalda o tirados por poleas en sitios de difícil paso sin que los restos se dañaran. Se preparó minuciosam­ente el dispositiv­o con un equipo multidisci­plinar y se esperó a una fecha propicia para llevar a cabo la misión.

El día D

El codirector de las excavacion­es recuerda que intentaron realizar la operación hace unos dos meses «pero tuvimos que abandonar porque el agua nos llegaba a la altura del pecho en la galería». El 9 de junio, por fortuna, todo salió bien. A las ocho de la mañana, una decena de expertos se adentraba en la cueva de La Garma por la entrada actual, situada a 50 metros por encima de esa galería.

Tras un recorrido de tres horas y bajadas de 15 metros con arneses, parte del grupo descendía hasta el río y avanzaba unos 200 metros por el cauce hasta los sepulcros mientras el resto esperaba algo más arriba, para recibir las piezas. La restaurado­ra navarra Carmen Usúa recuerda que cada paso en esa oscuridad fue un reto, aunque también un privilegio: «Bajaba cada tramo resollando, cansada, pero el frontal iluminaba un grabado o una pintura y se te cortaba la respiració­n». En todo momento había que moverse con cuidado de no contaminar el lugar.

Una vez junto a los sepulcros, fueron recuperand­o los huesos y las armas, que eran fotografia­das, medidas georrefere­nciadas y embaladas debidament­e para que no sufrieran ningún daño al subir por los estrechami­entos en los que apenas cabía una persona. «Nuestra prioridad era sacar todas las piezas enteras, bien y llevarlas rápidament­e al museo para no alterar su equilibrio», añade Usúa. En el Mupac aguardaba la nevera que mantendría su humedad y temperatur­a.

«Los esqueletos estaban bastante completos, pero desordenad­os. El agua los había movido», relata Pablo Arias, que aún no puede determinar si los hallados con las armas pertenecen a uno o dos individuos. Estaban más preocupado­s de su conservaci­ón y de sacarlos bien, que de estudiarlo­s con el detenimien­to necesario. Los huesos se encontraba­n en una especie de nicho o de sarcófago natural y las armas metidas entre las piedras.

En un nivel superior, a unos tres metros del fondo de la galería, se hallaba el acetre, encajado en una pequeña oquedad natural de la que parecía difícil desprender­lo. «Se había formado una capa de calcita que lo unía en tres puntos a la pared y nos daba miedo que al intentar sacarlo se pudiera romper, pero Carmen logró extraerlo», cuenta el arqueólogo. Para su sorpresa, Arias pudo comprobar que contiene un sedimento que no habían podido ver hasta entonces. «Estos calderitos eran objetos valiosos en sí mismos, pero es bastante posible que tuviera algún tipo de ofrenda (granos, algún líquido...). Es lo que tendremos que estudiar cuando avance el proceso de restauraci­ón y tengo mucha curiosidad», afirma. Los restos podrían dar una idea a los expertos sobre la función que cumplía ese objeto y quizá arrojar luz sobre el tipo de rito que se llevó a cabo en este enterramie­nto tan atípico.

«Es raro en cualquier sitio y en Cantabria sobremaner­a», subraya Arias mientras recuerda que en otras zonas de Europa se conocen sepulturas con armamento en contextos merovingio­s, pero no es muy frecuente. Resulta extraño además en época cristiana, en la que lo habitual era enterrar a los difuntos en cementerio­s, no en cuevas. «Eso es lo excepciona­l y lo que tendremos que estudiar en los próximos años», añade.

Espadas con empuñadura

Las piezas recuperada­s se encuentran en buen estado de conservaci­ón. Una de las espadas parece tener restos de la vaina y las tres conservan la empuñadura de madera, algo inusual puesto que si queda algo, suele ser el alma de hierro. «Va a llevar tiempo restaurarl­os, pero serán estrellas del Museo de Arqueologí­a de Cantabria», dice convencido el investigad­or. Y los huesos, negros y brillantes por el efecto del manganeso del agua que mancha toda la galería, también están muy enteros y bien conservado­s.

Unas doce horas después, sobre las ocho de la tarde, los miembros del equipo de rescate abandonaba­n la cueva hambriento­s, sedientos y agotados, aunque plenamente satisfecho­s. En el Mupac se restaurará­n los restos que, en un futuro, pasarán a formar parte de un nuevo espacio específico dedicado a época visigoda.

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// PEDRO SAURA Expedición de rescate en la cueva de La Garma
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// PABLO ARIAS Carmen Usúa con el acetre bautizado con el nombre de su nieto
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// P. SAURA Cráneo de un noble visigodo
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// P. SAURA Una de las espadas halladas, con empuñadura de madera

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