ABC (1ª Edición)

Un teatro que trenza artesanía y humanismo

- LLUÍS PASQUAL

Su teatro, desde la más aparente sencillez, se ha dirigido siempre de una manera franca e inteligent­e al espectador

Yo acababa de cumplir 18 años y el regalo que recibí de mis padres cumplió mi gran deseo: un viaje, solo, a París, durante un mes. Fue en 1969. Allí pude aún calentarme en los rescoldos del mítico mayo del 68, cuyas llamas consumían aún los adoquines que seguían levantados en las calles que circundan el Théâtre de l’Odéon, sin suponer que era el teatro donde viviría durante seis años mucho tiempo después. Allí pude pasar horas en librerías más nutridas que las de Perpiñán y alimentarm­e de libros prohibidos, que abandoné con pena por el temor y la imposibili­dad de cruzar la frontera española con ellos. Allí pude ver cine que a los españoles nos estaba vedado. Allí pude ver a Luis Mariano en Chatêlet o entrar en el Moulin Rouge. Pero sobre todo allí se produjo mi primer encuentro con el teatro del maestro. Vi tres días seguidos ‘El sueño de una noche de verano’, de Shakespear­e, dirigida por Peter Brook. Deslumbrad­o es la hermosa palabra que más se acerca a lo que sentí en ese momento; y ni siquiera esa palabra basta. Desde entonces he tenido el privilegio de ver todos los espectácul­os de ese gigante de la dirección. Nunca he dejado de admirarle y, desde que tuve la suerte de conocerlo, tampoco nunca he dejado de quererle. Cuando, en los ochenta acudimos con el CDN al Festival de Aviñón para representa­r ‘Eduardo II’, mi alegría, envuelta al mismo tiempo de un pudor inevitable, no fue el hecho de que invitaran por primera vez a una compañía española, ni siquiera el éxito, sino el hecho de que en el mismo cartel –que aún guardo, yo que no guardo nada–, estuviera mi nombre junto al de Peter Brook.

Con su muerte no desaparece, sin embargo, un teatro que desde la más aparente humildad y sencillez se ha dirigido siempre de una manera franca e inteligent­e al espectador, fueran los que fueran su origen y su cultura, abriendo dudas y preguntas sin intentar responderl­as, sin dar lecciones a nadie, sin verdades únicas y aparentes, sin trampa ni cartón; solo aquellas que legítimame­nte pertenecen a nuestro oficio hecho de mentiras pactadas con el público, con serenidad e inteligenc­ia.

Europa, un continente construido a base de sangre pero también de cultura compartida, ha dado grandes directores y, a mi entender, cuatro grandes maestros: Bertolt Brecht, Jerzy Grotowski, Giorgio Strehler y Peter Brook. Hasta ahora nos quedaba este último. Con él se va una época, una manera de hacer teatro que trenza la más refinada artesanía con el humanismo más elevado. Dejando de lado sus dotes y su talento natural, su propio universo genético había creado una constelaci­ón afortunada para que así fuera: era a la vez ruso, inglés y judío. Ruso por su familia, que tuvo que emigrar a Inglaterra, donde nació. Dos países en los que el teatro ha sido y sigue siendo útil y necesario para sus habitantes. Más tarde su condición hebraica, hecha sobre todo de raíces y desarraigo­s pero sobre todo de tesón y constancia, le condujo a un viaje por este mundo buscando e incorporan­do tradicione­s y culturas que le permitiera­n reconstrui­r y otorgar una nueva pureza al hilo invisible que se establece entre el espectador y el oficiante en ese arte antiguo que es el Teatro.

Afortunada­mente, sin que se diera cuenta, sembró muchas semillas y dejó muchos alumnos en el mundo entero. Pero por suerte tuvo la generosida­d de dejarnos escritos sus pensamient­os –no sus teorías, que nunca se permitió tenerlas– en unos breves libros donde está concentrad­a toda su sabiduría. Una sabiduría hecha de escucha más que de palabras. Aunque pueda parecer pretencios­o, cuando nos llegó su libro fundamenta­l ‘El espacio vacío’, los que habíamos fundado el Lliure siguiendo la intuición y la mirada de Fabià Puigserver –otro maestro, sin duda menos conocido pero no de menor altura–, nos sentimos reconforta­dos porque en nuestra cajita del Barrio de Gracia de Barcelona estábamos buscando y habíamos encontrado a veces lo mismo. Nosotros no lo sabíamos consciente­mente. Brook consiguió verbalizar­lo y dejarnos un camino de palabras cuyo horizonte no se atisba. Constante y cambiante en cada momento, su paso por este mundo ha sido una cadena en la que cada eslabón se ha convertido en un espectácul­o inolvidabl­e. Fue hasta el final un viejo sabio y un niño ilusionado. Como diría Federico: tardará muchos años en nacer, si es que nace… Se ha ido un maestro. ¡Viva el Teatro!

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