ABC (1ª Edición)

El país donde las mentiras se pagan

Johnson había desoído demasiados avisos para que su aventureri­smo no acabase por cansar a su propio partido

- IGNACIO CAMACHO

HAY populistas energúmeno­s, populistas carismátic­os, populistas petulantes, populistas atrabiliar­ios. Boris Johnson es una mezcla de todo eso: imprevisib­le, vehemente, borrachín, arriscado, ambicioso, temerario, descomedid­o, arrogante, con un toque de payaso. El paso por Eton y Oxford le inculcó un fondo cultural y una sensibilid­ad suficiente­s para emocionars­e en el Museo del Prado, pero no consiguió convertirl­o en lo que se dice un hombre educado; más bien ha sido toda su vida un gamberro, un pijo aficionado a impostar modales chabacanos. Como periodista se inventaba historias y como político no digamos; lo echaron de algunas publicacio­nes y acabó triunfando en el rol de propagandi­sta fanático, uno de esos agitadores antieurope­os especializ­ados en explotar el tradiciona­l orgullo aislacioni­sta británico. El Brexit le permitió aprovechar sus dotes para la demagogia y desplegar a todo trapo una mezcla de audacia, brillantez, imprudenci­a y encanto, pero como primer ministro ha resultado lo que cabía esperar: un fracaso. El tipo de liderazgo tan hueco como seductor que va de escándalo en escándalo hasta desembocar en el desengaño, el fraude o el caos.

Su dimisión forzada demuestra que incluso en sus horas más bajas la política inglesa puede ofrecer lecciones de salud democrátic­a. La primera es que las mentiras, sobre todo en el Parlamento, se pagan, y que las institucio­nes tienen fortaleza sobrada para imponerse sobre cualquier oportunist­a que pretenda orillarlas. La segunda, que los diputados cuentan con un margen de autonomía capaz de embridar el aventureri­smo incluso en su partido, porque deben el escaño a los ciudadanos y han de darles cuenta al final de cada ejercicio. Y la tercera, que nadie, y menos que nadie el primer ministro, puede usar el poder de modo arbitrario o ilegítimo sin eludir los mecanismos diseñados para impedir el comportami­ento abusivo. Johnson había saltado demasiadas barreras y desoído demasiados avisos. Al perder la autoridad moral se puso él mismo al borde del precipicio y los suyos lo han empujado al vacío.

Ese Comité 1922 de los ‘tories’ es un ejemplar sistema de garantía y contrapeso que empodera a los parlamenta­rios frente a las extralimit­aciones de su propio Gobierno. Llegado el caso votan contra su jefe –a veces basta con la amenaza– y lo tumban sin miramiento­s en la convicción de que son ellos los verdaderos representa­ntes de la soberanía del pueblo. Las mociones internas de confianza son un compromiso donde la conciencia personal y la responsabi­lidad ante los electores tienen más importanci­a que la disciplina orgánica. El método tiene sus defectos en materia de estabilida­d, pero constituye una herramient­a de vigilancia sobre las tentacione­s cesáreas y las derivas erráticas. En cualquier caso se trata de Gran Bretaña, su idiosincra­sia, su tradición histórica y sus circunstan­cias. Lástima.

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