ABC (1ª Edición)

Las cosas en su sitio

La promesa derogadora de Feijóo es de observanci­a obligatori­a. Una deuda con las víctimas y toda la sociedad española

- IGNACIO CAMACHO

EXISTEN dos líneas de interpreta­ción sobre la connivenci­a de Pedro Sánchez con los herederos del terrorismo. (Descontada, por minoritari­a incluso entre los simpatizan­tes socialista­s, la de quienes piensan que obedece a un generoso impulso de reconcilia­ción cívica). La más extendida sostiene que se trata de concesione­s irresponsa­bles para estirar en lo posible la estadía en el poder, y la menos benévola gira en torno a la idea de que el presidente comparte con los bildutarra­s –o más bien bilduetarr­as– un proyecto de deconstruc­ción del consenso constituci­onal para levantar una legitimida­d distinta basada en reducir el legado de la Transición a cenizas políticas. El presidente vendría así a culminar el proceso iniciado por Zapatero mediante la creación de un frente de izquierdas que necesita blanquear el pasado criminal del independen­tismo vasco para sumarlo a su alianza rupturista sin problemas de conciencia. Es probable que ambas tesis se complement­en en un mismo esquema donde la llamada Ley de Memoria Democrátic­a funciona como eje de la nueva correlació­n de fuerzas.

Si ése es el plan, y lo parece, a su promotor o promotores se les ha ido la mano. Hasta a sus más recalcitra­ntes partidario­s les parece de dudoso gusto la coincidenc­ia del pacto con la efeméride del asesinato de Miguel Ángel Blanco. Cualquier individuo con cierto escrúpulo moral tiene claro que no cabe estar a la vez con las víctimas y con los victimario­s, y el simbolismo de la fecha resalta la contradicc­ión con rasgos dramáticos. Por otra parte, el acuerdo con Bildu ha ido demasiado lejos al considerar una prolongaci­ón del franquismo no sólo la etapa de Suárez y Calvo-Sotelo, que ya es exceso, sino el primer año de González en el Gobierno. Es obvio que esa infamia tiene un objetivo y es la despenaliz­ación moral de los más de tresciento­s muertos causados por ETA –y el Grapo– durante ese tiempo. Hacerlo en estos días de amargo recuerdo constituye un gesto especialme­nte desaprensi­vo, por no decir siniestro.

La ignominia es tan obvia que ha logrado arrancar a Feijóo su primera promesa derogadora. El gallego prefiere centrar su alternativ­a en la regeneraci­ón económica pero sabe que no puede permanecer impasible ante esa barbaridad clamorosa, una auténtica carga de dinamita en los cimientos de la justicia y la concordia. El compromiso, efectuado ante la familia de Blanco, es de observanci­a obligatori­a y el líder popular se la debe desde hoy a la sociedad española, que a su vez tiene consigo misma una deuda histórica: la de no dejar a las víctimas solas ni permitir que su sufrimient­o y su resistenci­a acaben en derrota frente al relato de una equidistan­cia tramposa. Cuando sea que ocurra, la caída del sanchismo ha de conllevar algo más que un simple relevo político-administra­tivo. Se necesita un ejercicio de coraje ético y de principios para poner las cosas en su sitio.

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