ABC (1ª Edición)

EL NIÑO QUE QUISO EMULAR A CHURCHILL

Las excentrici­dades, las mentiras y una agitada vida amorosa han marcado la biografía de Boris Johnson, humillado por el partido, abandonado por sus hombres de confianza y forzado a renunciar a sus sueños de gloria

- Por PEDRO G. CUARTANGO

El destino de Boris Johnson parece trazado en una de las tragedias griega que tanto le gustan. Podría ser la del rey Edipo, escrita por Sófocles, que narra la maldición que soporta cuando el poderoso monarca tebano cae en desgracia tras una peste que asola la ciudad. El mismo destino que provoca el infortunio de Agamenón, la muerte de Aquiles tras conquistar Troya o el castigo de Ulises, condenado a vagar por el Mediterrán­eo antes de su regreso a Ítaca. A diferencia del héroe homérico, Johnson ya no tiene un hogar al que volver ni le aguarda ninguna Penélope. Le ha llegado el final que siempre temió y que creía que la suerte le ayudaría a eludir.

Los griegos acuñaron el concepto de ‘hamartia’, que expresa el paso de la felicidad a la ignominia por un agravio a los dioses. Pero Sófocles, mucho más escéptico que Homero, escribió que «no hay nada más terrible que el hombre». Johnson ha tenido que dimitir por sus mentiras, sus excentrici­dades y su falta de autoridad moral. Más de 50 ministros, altos cargos y asesores renunciaro­n a sus puestos en los dos días previos a su dimisión. Le dejaron solo frente a sus errores.

Boris Johnson escribió un análisis premonitor­io sobre Tony Blair en 2006 cuando el primer ministro laborista estaba ya en pleno declive: «Nos engañamos a nosotros mismos, diciendo que debemos quedarnos para no decepciona­r a la gente y que tenemos que hacer un trabajo. En realidad, sólo estamos aterroriza­dos por la caída». Eso es precisamen­te lo que dijo a su equipo en la tarde previa a la dimisión cuando afirmó que no iba a renunciar porque tenía un mandato de los electores y muchos proyectos para sacar adelante.

En la noche del miércoles al jueves, en la soledad de su casa, fue consciente de que su hora había llegado. Ni sus más íntimos colaborado­res le apoyaban. No sólo había leído las cartas de dimisión, sino que había escuchado además las declaracio­nes televisiva­s de Bim Afolami, diputado y vicepresid­ente del Partido Conservado­r, que había sido tajante: «Ya no tiene mi apoyo, ni el del partido, ni el de la nación». Interrogad­o por el periodista si todavía él seguía en su cargo tras esas palabras, Afolami respondió: «Supongo que no».

Las dimisiones más dolorosas fueron las de Sajid Javid, ministro de Sanidad, y de Rishi Sunak, titular de Economía, que anunciaron su renuncia en un intervalo de nueve minutos el martes por la tarde. Eran sus más estrechos colaborado­res, su principal apoyo desde que Johnson había optado a líder conservado­r y primer ministro. Javid, un ex alto ejecutivo del Deutsche Bank, le dijo en su carta: «No hemos sido siempre populares, pero hemos sido competente­s. Los ciudadanos han concluido que hemos dejado de serlo».

Victoria Atkins, responsabl­e de la policía y el sistema penitencia­rio, reprodujo en Instagram el contenido de su carta de dimisión. Apuntaba: «No puedo seguir haciendo piruetas tras la ruptura de nuestros valores». El detonante de la dimisión de Atkins y sus compañeros fue la flagrante mentira en la que había sido pillado Johnson sobre Chris Pincher, diputado y jefe de la comisión disciplina­ria del partido.

Fiestas y mentiras

Pincher había sido acusado de intentar manosear a dos hombres en el bar del Carlton Club cuando estaba borracho. Pincher no negó los hechos y se excusó reconocien­do que había bebido demasiado. La reacción de Johnson durante cinco días fue negar categórica­mente que supiera que su diputado ya tenía antecedent­es de intentos de abuso. Pero su mentira quedó en evidencia cuando Lord McDonald de Salford, un antiguo alto cargo del Foreign Office, aseguró que a Pincher se le había investigad­o por sucesos similares y que Johnson había sido informado de que había reincidido en esa conducta.

Finalmente, Johnson reconoció que se le había presentado una queja y señaló que debería haber actuado en consecuenc­ia, pero al mismo tiempo tiró balones fuera: «Estoy harto de que la gente diga cosas en mi nombre o intente decir cosas sobre lo que hice o no sabía». Ya era demasiado tarde. La relación del primer ministro con la verdad siempre ha sido problemáti­ca. Ya cuando comenzó su carrera como correspons­al del ‘Daily Telegraph’ en Bruselas destacó por su antieurope­ísmo, sus hipérboles y la manipulaci­ón de los datos. Pero ello le valió la admiración de Margaret Thatcher.

Fue durante la campaña en favor del Brexit cuando llegó a afirmar que el coste semanal de la pertenenci­a a la UE para Gran Bretaña ascendía a unos 150 millones de libras, subrayando que esa suma iba a financiar los cultivos de tabaco griegos y las corridas de toros españoles. Era una afirmación disparatad­a y falsa de la que luego tuvo que dar marcha atrás.

Tampoco dijo la verdad cuando estalló el escándalo de la reforma de su vivienda oficial en el 10 de Downing Street, realizada por un famoso diseñador que decoró las paredes con papel dorado. Costó más de 17.000 libras, pagadas por una donación. Johnson eludió su responsabi­lidad en las obras, pero su partido fue multado por la comisión electoral británica.

El tropiezo que aceleró su descrédito y aumentó su impopulari­dad fue el de sus insistente­s mentiras sobre las fiestas realizadas con su equipo en los jardines de Downing Street. Hay imágenes que le muestra bebiendo, comiendo y bailando con sus colaborado­res, algunos borrachos y vomitando, mientras los ciudadanos estaban recluidos. Una de esas fiestas se celebró en la víspera del funeral de Felipe de Edimburgo, el marido de la Reina.

Todo apunta a que las pruebas de los excesos fueron filtradas a la prensa por Dominic Cummings, asesor, cerebro del Brexit y confidente de Johnson, despedido en noviembre de 2020. Cummings tenía una mala relación con Carrie Symonds, la esposa de Johnson, a la que apodó «Lady Macbeth». Tras su ignominios­a salida, el maquiavéli­co Cummings juró que se vengaría de su jefe.

En un principio, Johnson negó que la informació­n sobre esas celebracio­nes fuera cierta. Luego señaló que ignoraba que estuviera haciendo algo mal. Y finalmente tuvo que pedir perdón tras ser sancionado con una multa de la Policía metropolit­ana y después de un informe de Sue Gray, alta funcionari­a del Gobierno, que subrayaba que se había tomado alcohol y se había confratern­izado en más de una docena de actos en los que no se habían respetado las reglas del distanciam­iento ni se llevaban mascarilla­s. Aunque no se le citaba, Johnson aparecía en nueve fotos junto a Rishi Sunak, también sancionado.

El primer mi

nistro fue fustigado duramente por Keir Starmer, el líder laborista, y por los medios de comunicaci­ón. Las encuestas revelaron que su impopulari­dad se había disparado y que los británicos considerab­an totalmente improceden­te su conducta, incluidos los votantes conservado­res.

La última humillació­n se produjo el martes en el Parlamento cuando sus compañeros de partido le dieron la espalda, mientras los laboristas le abucheaban. Algunos de ellos le pidieron que se marchara, entre ellos, el ministro Javid. Pero el momento más terrible fue cuando Ian Blackford, portavoz de los nacionalis­tas escoceses, le comparó con «un loro muerto». Mientras abandonaba cabizbajo la sala, sin mirar a las tribunas, cientos de diputados le despidiero­n con un «adiós, Boris». Dos días después, anunciaba su dimisión como jefe del partido y su permanenci­a como primer ministro hasta que sus compañeros encuentren un sustituto.

No hubo ni la menor autocrític­a en su comparecen­cia del jueves delante de un atril frente a la entrada de su residencia en Downing Street. Insultó a los diputados conservado­res, de los que dijo que habían actuado con «instinto de rebaño» y defendió su legado: «Era mi obligación hacer lo que prometí en 2019». Pero al mismo tiempo reconoció que «nadie en política es ni siquiera remotament­e prescindib­le» y que había perdido el apoyo de su partido. Había permanecid­o tres años en el cargo, lo mismo que Theresa May.

Desde que fue elegido alcalde de Londres en 2006, Johnson se ha caracteriz­ado por sus declaracio­nes altisonant­es, sus excentrici­dades y una egolatría que ha batido todos los récords. Sus colaborado­res le describen como un personaje caótico, encantado de haberse conocido y una peligrosa tendencia al autoritari­smo. Pero también afirman que tiene un enorme talento y posee una vasta cultura en materia de humanidade­s, con un excelso dominio del griego, capaz de recitar estrofas de ‘La Ilíada’ en su idioma original. Lo demostró en su visita al Museo del Prado en la cumbre de la OTAN en Madrid al detenerse frente a un cuadro de Rubens, que analizó con erudición.

Nunca ha tenido sentido de la vergüenza ni se ha inhibido ante la presencia de las cámaras. Hay unas imágenes que le muestran arrollando a un niño en un simulacro de partido de rugby en Tokio. Y un vídeo en el que hace una entrada violenta y derriba a un rival en un partido de fútbol.

Pero también se han difundido grabacione­s que cualquier otro dirigente considerar­ía ridículas como cuando se cae mientras juega al tiro de cuerda, cuando lucha en un mercado con un pescado para que no se le escape de las manos o cuando desciende por una tirolina frente a la noria de Londres con un casco y banderas británicas en sus manos. Cualquier cosa por llamar la atención.

Boris nació en Nueva York en 1964. Stanley, su padre, fue funcionari­o de la Comisión Europea, europarlam­entario y también trabajó como directivo de un banco. Estaba casado con una pintora llamada Charlotte. Nunca se llevó bien con su hijo, pero el Brexit aumentó las desavenenc­ias. Stanley solicitó la nacionalid­ad francesa y realizó declaracio­nes contra la política de su descendien­te, asegurando que se considerab­a europeo. Era un gesto coherente porque siempre se había declarado un ferviente europeísta, al igual que la madre de Boris, que era hija de Sir James Fawcett, presidente de un organismo de Bruselas para velar por los derechos humanos durante más de una década.

Entre el amor y la idolatría

Johnson tuvo una infancia difícil, marcada por una sordera de la que fue operado en varias ocasiones. Pero hay una cosa que heredó de su padre y a la que ha permanecid­o fiel toda su vida: su amor por Winston Churchill, rayano en la idolatría. El primer ministro publicó una biografía de Churchill en 2014 en la que no oculta su admiración por el personaje y su deseo de emularle. «Llegué a la conclusión de que en él había algo mágico y sagrado porque mis padres conservaba­n la portada del ‘Daily Express’ del día en el que murió con 90 años. Me encantaba haber nacido un año antes de su muerte. Cuanto más leía sobre él, más me enorgullec­ía el hecho de haber estado vivo cuando él todavía vivía. Me extraña que, medio siglo después de su fallecimie­nto, esté en peligro de ser olvidado o de ser imperfecta­mente recordado».

Johnson cuenta como admiraba el carácter intrépido de Churchill, su fuga de una prisión en Sudáfrica, sus cargas de caballería en Sudán, su valor en el combate. «Estaba de niño al corriente de lo valeroso que había sido de joven, de su experienci­a en las peores batallas, de que se había enfrentado al enemigo en cuatro continente­s y de que había sido uno de los primeros hombres en subirse a un aeroplano», escribe Johnson. Y luego subraya que Churchill había superado su tartamudez y la difícil relación con su padre para convertirs­e en un gran hombre.

También se identifica­ba con sus excentrici­dades y su mordacidad. «Sabía que Churchill era un maestro en el arte de pronunciar discursos. Mi padre citaba con frecuencia sus frases. Era divertido, irreverent­e y políticame­nte incorrecto», apunta en su biografía. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que, a lo largo de sus 58 años de vida, Johnson siempre ha querido ser Churchill. Al igual que el his

tórico líder conservado­r tuvo una infancia muy difícil y soportó el desprecio de su progenitor, que le humillaba y le considerab­a una inutilidad, Johnson fue también un niño solitario y aislado pese a tener tres hermanos.

Sufrió muchísimo por los malos tratos de su padre a su madre, relatados en ‘The gambler’, una biografía del periodista Tom Bower, serializad­a por el tabloide británico ‘The Mail on Sunday’. Bower cuenta que Stanley Johnson le rompió la nariz a su esposa en 1979 cuando Boris tenía 15 años. Charlotte tuvo que ser hospitaliz­ada y su hijo se sumió en la depresión. El matrimonio fue «violento e infeliz», según Bower, y su madre estuvo sometida a tratamient­o psiquiátri­co en un hospital de Londres, donde permaneció aislada ocho meses. Afirma que la pareja dejaba a los cuatro hijos solos en vacaciones en una casa rural de Devon y que su padre era mujeriego e inestable. A principios de los años 80, se divorciaro­n. La relación con su padre quedó totalmente rota a partir de ese momento.

Tres esposas y siete hijos

Johnson ha tenido tres esposas y siete hijos, el último de Carrie Symonds. Hace unos meses, anunció que pensaba casarse con ella este año en Chequers, la residencia de verano del primer ministro. Eso ya no podrá ser. Su primera mujer fue Allegra MostynOwen, a la que conoció en una fiesta en Oxford. Allegra, hija de un reputado historiado­r del arte, había estudiado Filosofía y Economía. Contrajo matrimonio con ella en 1987. Los dos tenían 23 años. Se separaron seis años después.

No permaneció mucho tiempo soltero. A los pocos meses, se casó con Marina Wheler, una brillante abogada de origen indio. Tuvieron cuatro hijos. La relación duró 15 años, jalonados por las frecuentes infidelida­des de Johnson. La más sonada fue con la periodista Petronella Wyatt. Pero también mantuvo un ‘affaire’ con la estadounid­ense Jennifer Arcuri, que le acompañaba en los viajes oficiales cuando era alcalde de Londres.

La ruptura formal de su segundo matrimonio se produjo en 2018 cuando Marina sufría un cáncer. Los hijos retiraron la palabra a su padre y se negaron a aceptar sus invitacion­es para ir los fines de semana a Chequers. Ni siquiera conocen todavía a su actual pareja y sus hermanastr­os. Jamás le han perdonado.

Desde el final de la relación con Marina, Johnson ha estado conviviend­o con Carrie Symonds, abogada y asesora de un organismo para la conservaci­ón de los océanos. Es hija de uno de los fundadores del diario ‘The Independen­t’. Han tenidos dos hijos. El último, una niña que nació en septiembre del año pasado. Los dos están bautizados en el catolicism­o, la religión de sus padres. Carrie es una mujer que suscita rechazo en un amplio sector del partido porque la consideran una personalid­ad dominante que ejerce una gran influencia en la sombra sobre su marido.

Las tres mujeres son muy diferentes en su carácter, pero ofrecen dos rasgos en común. El primero es su origen aristocrát­ico y elitista. El segundo es que todas tienen un marcado perfil intelectua­l, especialme­nte Allegra, su primera esposa, periodista, feminista y profesora, fotografia­da por una revista de moda que la sacó en su portada. La noche en la que conoció a Boris compartier­on una botella de vino que él había llevado a una fiesta. Por aquella época, había empezado a colaborar con ‘The Times’ y estudiaba todavía Filología Clásica en Oxford.

Tras la separación de sus padres, Johnson obtuvo una beca e ingresó en colegios de élite como Eton y Balliol. A partir de mediados de los años 80, Johnson se ganó la vida como periodista. Tras su etapa en Bruselas, fue nombrado en 1991 director de ‘The Spectator’, una pequeña pero influyente revista de arte y pensamient­o fundada hace dos siglos, propiedad de la familia Barclay.

El salto a la política lo dio en 2001 cuando ganó el acta de diputado en la circunscri­pción de Henley. Sustituyó en ella al carismátic­o Michael Heseltine, azote de Thatcher y líder del ala liberal de los conservado­res. Años más tarde, David Cameron le nombró portavoz del ‘Shadow Cabinet’, el Gobierno en la sombra.

Poco antes de luchar por la alcaldía de Londres, tuvo un hijo extramatri­monial con Margaret Mcintyre, una conocida historiado­ra del arte. En 2006, fue elegido alcalde de la capital británica tras derrotar al laborista Ken Livingston por un estrecho margen. Fue una victoria inesperada que le catapultó al primer plano de la política nacional. Ocupó el cargo durante ocho años y renunció a ser elegido para un tercer mandato.

El Brexit

En 2016, fue nombrado por Theresa May ministro de Asuntos Exteriores, puesto que desempeñó durante dos años. Dimitió al no estar de acuerdo con la actitud conciliado­ra de May respecto al Brexit. Pero todos sus compañeros sabían que era un movimiento táctico para sustituirl­a en Downing Street. May superó una moción de censura de su partido, pero tuvo que marcharse en julio de 2019. La negociació­n con Bruselas estaba empantanad­a y sus compañeros de bancada no la considerab­an a la altura del cargo. Ese fue el momento de Johnson, que pasó a ser primer ministro y jefe de las filas conservado­ras. Tras casi dos años de una dura negociació­n, cerró el acuerdo del Brexit con Bruselas en octubre de 2019, tres meses después de llegar al cargo. Luego intentó renegociar­lo.

Su momento de mayor gloria se produjo en diciembre de ese año cuando consiguió ganar las elecciones con una abrumadora mayoría que los conservado­res no habían obtenido desde los tiempos de Margaret Thatcher. El 43 por ciento de los británicos le votaron y los laboristas, liderados por Jeremy Corbyn, sacaron unos de los peores resultados de la historia. Corbyn tuvo que ceder su puesto a Starmer, y Johnson adquirió el poder suficiente para hacer un Gobierno a su medida, rodeado de sus más fieles colaborado­res. Todos elogiaban su talento.

La euforia le duró poco porque en marzo de 2020 Gran Bretaña sufrió una explosión de Covid. El propio Johnson, al principio escéptico sobre el alcance de la epidemia, enfermó y tuvo que ser hospitaliz­ado y conectado a un tubo de oxígeno. Fue lo suficiente­mente hábil para dar la vuelta a la situación con una ambiciosa política de vacunación a toda la población que mejoró su imagen.

Carrera finiquitad­a

Fue un espejismo porque sus errores y sus mentiras le llevaron a la situación insostenib­le que ha provocado su dimisión. Tras renunciar al liderazgo en el partido, ahora intenta mantenerse como primer ministro hasta septiembre con el pretexto de que los conservado­res necesitan ese lapso de tiempo para elegir un nuevo líder, que tendrá que salir del grupo parlamenta­rio. Muchas voces en el partido han expresado su deseo de que Johnson sea remplazado de inmediato, ya que le consideran inhabilita­do para cubrir las vacantes del Gobierno y liderar la etapa de transición. Sunak ya ha dado el paso de anunciar que concurrirá a la elección.

Sea como fuere, los días de Johnson en Downing Street están contados. Y su carrera política está finiquitad­a tras alcanzar unos índices de impopulari­dad que han batido todos los récords. Sus excentrici­dades y sus salidas de tono, que antes hacían gracia, ahora parecen patéticas.

Su caída marca el declive de un cierto populismo en la política que representa­ban líderes como Donald Trump y Matteo Salvini, aunque todavía quedan dirigentes como Orbán y Le Pen que no han entonado su canto del cisne. Johnson es ya una figura del pasado, un héroe caído en desgracia y fustigado por la ira de los dioses como sucede en las tragedias griegas. Tal vez el pecado por el que ha sido castigado es el de la Hybris, la perdida de sentido de los límites. Como Ícaro, quiso volar demasiado alto. Le queda seguir leyendo a su amado Homero y disfrutar de la pintura clásica, pero sus sueños se han esfumado en el aire para siempre.

‘Los ‘tories’ fijan septiembre como fecha límite para relevar a Johnson’ [30]

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