ABC (1ª Edición)

La revolución forestal de los hijos de la guerrilla

Virgilio creció entre bombardeos y excombatie­ntes, y hace tres años conoció a un italiano con quien lucha contra la deforestac­ión en Guatemala. Van camino del medio millón de árboles replantado­s y 60 pueblos implicados

- ISABEL MIRANDA

El día después de que Virgilio Galicia naciera en la selva, las bombas estallaron a su alrededor. Era 1990 y sus padres, guerriller­os de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR), se escondían en los bosques del Petén (norte de Guatemala) durante el conflicto civil que asoló el país casi cuatro décadas. La pista de juegos de Virgilio fueron los cedros, caobas, mangos y aguacates que rodeaban los campamento­s; el agua se buscaba en arroyos o se obtenía del bejuco; la comida nunca estaba asegurada. Han pasado 32 años y la guerrilla ha quedado atrás, pero el vínculo de Virgilio con la selva que lo vio nacer no ha cambiado. Es el bosque el que desaparece y la nueva realidad contra la que se rebela. En tres años van camino de replantar medio millón de árboles tras implicar a 60 pueblos guatemalte­cos y cofundar una empresa para ello, zeroCO2.

No son buenos tiempos para los bosques. En tres décadas se han talado 178 millones de hectáreas, 3,5 veces España. Guatemala no está al margen de esta tendencia. El cultivo intensivo de palma africana, demandado por la industria alimentari­a y para biocombust­ibles, junto con el narcotráfi­co, han hecho estragos. También ha afectado la tala realizada por los pueblos rurales que, sin apenas recursos, ven en ellos una fuente de ingresos rápidos y tierras para el ganado. Si en 1990 la selva cubría casi la mitad del país (el 45% del territorio, según datos del Banco Mundial), hoy la cobertura selvática apenas llega a un tercio (32% en 2020).

Pero la vida de Virgilio no fue habitual. Tras los acuerdos de paz, un grupo de exguerrill­eros fundó Nuevo Horizonte, un asentamien­to en Santa Ana en el que querían intentar ser dueños

de su propia tierra y buscar un futuro. Lo que eran pastizales, hoy es una comunidad de 500 miembros con casas bajas, techo de chapa y jardines frondosos, caminos de tierra y agua en franjas horarias alternas. La mayoría son exguerrill­eros, sus hijos y sus nietos. Las nuevas generacion­es son universita­rios, pero no abandonan el lugar. Viven en paz, con las puertas abiertas y fuertes vínculos familiares.

«No hay conciencia»

Al teléfono, Virgilio coordina un nuevo proyecto al otro lado del país, en la costa sur. Quiere plantar mangles, un arbusto en peligro de extinción. «La gente los usa para leña», lamenta. Parte del problema en Guatemala es la falta de conciencia­ción. «Cada vez se pierde más el sentimient­o hacia la naturaleza», dice. Y pocos saben las consecuenc­ias de acabar con los bosques.

Cuando en un programa de cooperació­n internacio­nal conoció al italiano Andrea Pesce, hoy calificado por la revista Forbes como uno de los cien jóvenes de Italia más prometedor­es, todos los puntos se unieron. Podían luchar contra la deforestac­ión y contra el cambio climático a través de la educación de los pueblos. Los árboles se venderían a empresas y particular­es en Europa, en proyectos de reforestac­ión y de compensaci­ón de dióxido de carbono, pero se gestionarí­an en Guatemala. Las comunidade­s locales serían las guardianas de la biodiversi­dad y les enseñarían a obtener beneficios.

La ‘evangeliza­ción’ comenzó por los pueblos rurales del Petén en 2020. Virgilio y su mujer, Mariela, también hija de guerriller­os, intentaban convencer a los lugareños de que les iban a regalar árboles, les enseñarían a gestionarl­os, les visitarían todos los meses y podrían vivir de ellos. A cambio, tan solo debían compromete­rse a no talar en 15 años. «La gente no tiene el sentimient­o de preservar el ambiente. Pero si llegas, explicas el proyecto... les cambias la perspectiv­a», cuenta Mariela.

Así llegaron a Monte Carmelo, una comunidad de 70 familias sin apenas recursos pero con decenas de hectáreas a su cargo. Sus tierras habían sido en otro tiempo selva, pero se taló para vender la madera y después, con el área ya vacía, se destinó a pasto para el ganado. «Fue muy raro cuando nos lo ofrecieron», reconoce Wenceslao Alborán, hoy orgulloso gestor de una hectárea de cedro y caoba. El día pactado para la recogida de los árboles del vivero ni siquiera acudieron. «No nos creían. Las institucio­nes les habían prometido árboles toda la vida y nunca llegaron», asegura Pesce. Cuando unos 20.000 ejemplares apareciero­n en dos camiones en la aldea, ya no hubo dudas. Diecinueve personas decidieron probar.

Guido Cencini, ingeniero forestal de zeroCO2, mira hoy esos los árboles y utiliza una aplicación móvil para medir la altura. Está ante un ejemplar de cinco metros. «Aquí crecen más rápido», explica. La humedad y el calor facilitan el proceso de fotosíntes­is. Guido coge el mando de un dron. Sobrevuela toda la plantación y graba el terreno para obtener datos. En una semana podrá saber cuánto CO2 hay almacenado. «Calculamos que absorben de 30 a 50 kilos de CO2 al año, durante 15 años», dice.

Entre los árboles, la comunidad podrá plantar frijol y maíz, y cuando la sombra se amplíe, cacao. Es la base de un programa agroforest­al.

Un 600% más de palma

Menos accesible es el camino a una de las pocas parcelas que quedan libres de palma de aceite en Sayaxché (Petén). Los campesinos han ido vendiendo sus tierras a grandes empresas. A veces voluntaria­mente, con la promesa de lograr dinero y trabajo. Otras, bajo presión. Porque a los pocos que no han vendido su terreno, les cortan el acceso de forma aleatoria. «La gente que no vendió están como encarcelad­os», dice Juan, de la cooperativ­a El Sembrador Ecológico, que lucha para que la gente no se deshaga de su terreno. La última forma de presión es la peor: «Van, te amenazan con armas y van a asesinar a tu familia», resume Virgilio.

En efecto, un control corta el paso a la parcela de El Sembrador ubicada en mitad de un área de palma. Es un control privado, pero en la garita un hombre con gorra y ropa militar consulta por teléfono si deja pasar al grupo. Da el visto bueno, pero hay que indicar el nombre y el número de pasaporte.

Las plantacion­es de palma están sustituyen­do en un 40% los bosques tropicales, según el Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientale­s (ICTA-UAB) que calcula que, en países como Guatemala, la expansión de la palma aceitera ha aumentado en un 600% en la última década. Es un tipo de cultivo que agota el suelo y aniquila la biodiversi­dad. La tierra tarda 25 años en volver a ser fértil.

«Escucha, no se oye nada», apunta Cencini. No hay rastro de pájaros, ni de los monos aulladores que se han oído en días previos en la selva. El objetivo de Virgilio y de Andrea Pesce es apoyar a esta resistenci­a a la palma aportando más árboles y brindando apoyo. En el fondo, reconoce el guatemalte­co, el espíritu de la guerrilla, de su infancia y de la comunidad en la que vive, están presentes.

«Nos da lástima, porque todas las partes de bosque que hoy no existen nosotros las conservamo­s en los años de la guerra», asegura don Casildo, exguerrill­ero y padre de Virgilio. Su hijo dice que quiere continuar con el legado ambiental de sus ancestros, pero también con la línea social. «Parte del movimiento era el beneficio de todos», cuenta. «Sabemos que no vamos a salvar el mundo, pero nadie nos va a decir que no lo intentamos».

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// I. M. EVOLUCIÓN PERSONAL Virgilio muestra dónde trabajan en Petén. Quiere expandirse a los 22 departamen­tos. Abajo, en los años 90, en brazos de su tío, guerriller­o, cerca de la frontera con México
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// ABC Proyecto de reforestac­ión de cedro y caoba en Monte Carmelo (Petén)
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// ABC Plantación de palma africana donde antes había selva, en Petén
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// ABC Área deforestad­a para ganado

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