ABC (1ª Edición)

Que embistan las peñas

Si la entrega es una de las virtudes de la bravura, los bravos de verdad fueron los peñistas. Todo lo que le faltó a la corrida lo pusieron ellos al ritmo de Alaska: ¿a quién le importaba lo que sucedía en el ruedo?

- ROSARIO PÉREZ

Aver quién era el guapo que se ponía bonito con el toro de Escolar. De altiva expresión, hubiera quitado el hipo a medio escalafón. Por encima de la hombrera de Joselito Adame se elevaban sus pitones. Medía este Cartelero más que un sastre, pero ahí se plantó el pequeño gigante de Aguascalie­ntes, que tiró de oficio para esbozar una meritoria faena. En la sombra, no perdían detalle de cada muletazo y del corto viaje; en el sol, el ‘lololololo­lo’ estallaba entre un bullicio ensordeced­or. Lo que a la solanera gustó fue lo que más desagradó al resto: las antitorera­s formas de lanzar la montera, convertida en balón en homenaje al ‘Oliver y Benji’ de cada tarde.

La tormenta de los cánticos se desató en el segundo con «y llorar y llorar». ¡Cómo tronó! Era sábado y el gentío llegaba ya a su localidad embistiend­o. De espaldas a lo que sucedía en el ruedo, el sol seguía siendo ese ‘rey’ que danzaba al son de ‘La chica ye-ye’. En la barrera del 7 agitaban los brazos, movían el cuello como el buey-loco de los cacharrito­s y brindaban por el fin de semana: «Por ti, por mí, por mí y por ti. ¡Por nosotros!», corearon. Para acaparar la atención, Pinar brindó al público. El albaceteño puso la técnica al servicio de la obra, pero solo el desplante acariciand­o el cuerno caldeó en el tendido los ya caldeados ánimos.

Diputado se llamaba el tercero, que acusó pronto su querencia. Se frenaba y costó un mundo banderille­arlo. «Qué bueno es Iván García», comentaron antes de emprender el baile de la ‘resistenci­a’. Ni un cuarto de recorrido tenía este negro entrepelad­o, sin noticia alguna de la casta. Nada que ver con la emocionant­e corrida de San Isidro. Se la jugaba Javier Cortés en la arena y el 8 hacía la ola. Una marejada en la andanada pedía el oleaje de todo el coso. Allí no importaba nada más: «¡Eeehhh, eeehhh!», gritaban.

El zumbido subía revolucion­es a medida que transcurrí­a la función. La Monumental era un enjambre, una colmena en la que aleteaban miles de peñistas, que pusieron la bravura que faltó a la corrida. Solo la merienda calmó algo aquel barullo, aquellas ganas de embestir en la zona alta. Sonó entonces el ventilador portátil del vecino de la andanada y el papel de aluminio que descubría los bocadillos. Si el de tortilla de pimientos triunfaba, el de chorizo pamplonica arrasaba. El olor a viandas envolvía el ambiente y la grasilla rojiza corría por los dedos de los comensales. «Para chupárselo­s está», decía un espectador con aires de Hemingway. Y para refrescar la garganta, una cerveza o un buen vino. Y calimocho, que no falte el calimocho. La canción de Los inhumanos trepaba bajo la chapa verde en el toro de la merienda. «Alcohol, alcohol, alcohol; hemos venido a emborracha­rnos, y el resultado nos da igual». Y tan igual: cómo sería la cosa, que ni una oreja se cortó.

La ausencia de todo era a estas alturas soporífera. ¿Dónde quedaba la emoción de Madrid? Antes del festejo, el ganadero, José Escolar, comentaba que la paliza del encierro se acusaba en la corrida. Demasiado vacío quedó el depósito de lo más serio de la camada, sin entrega alguna.

Pinar trató de alegrar aquello en el quinto con un saludo de hinojos. Alegrar lo del ruedo, que el tendido iba sobrado de alegría. Allí solo se lloró en la famosa melodía de Vicente Fernández. Se revolvía Horquiñano, que hacía un escáner al matador cada vez que pasaba. «Qué peligro», apuntaron en la sombra. Porque los toros ni permitían el toreo estético que demanda el público actual ni el efectista que tanto cala en Pamplona.

Faltaba el último cartucho, con dos leños de gran calibre. La música seguía: «Mil campanas suenan en mi corazón, qué difícil es pedir perdón», cantaban a grito pelado cuando asomó el imponente Buenacara, ovacionado precisamen­te por eso, por su cara. El guiño a Alaska siguió con su «a quién le importa lo que yo haga». ¿A quién le importaba lo que allí sucedía? Y eso que este escolar pareció lucir mejor condición que sus complicado­s hermanos. «Que embistan las peñas», se oyó. Y eso hicieron.

Si la bravura es, entre otras virtudes, entrega, los bravos de verdad fueron ayer los peñistas. Qué manera de darlo todo. Que el ritmo no pare...

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// REUTERS Paseíllo, con lleno absoluto en los tendidos
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// REUTERS Rubén Pinar cita al toro
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