ABC (1ª Edición)

Kyrgios, entre el talento y los demonios

►El australian­o convive entre la genialidad de su tenis ilegible y sus salidas de tono, pero busca su redención hoy, en su primera gran final y ante Djokovic

- LAURA MARTA

Camiseta de los Celtic con el nombre de Tatum a la espalda, Nick Kyrgios (Canberra, 27 años) comparece en la zona de entrenamie­ntos Aorangi Park. Peloteos y descansos, risas con su equipo y un pequeño fan que se le queda mirando durante un rato. Las pistas no tienen separación y a apenas dos metros de donde él golpea se divierte, con muy buenas maneras tenísticas, el hijo de Novak Djokovic, que entrena unas pistas más lejos y es su rival (hoy, 15.00 horas,

Movistar) en la final de Wimbledon. No siempre fue así, aunque el tenis está ahí, como sin querer, en una mano poderosa y un talento para generar potencia con facilidad que muchos del circuito quisieran. Fue un niño gordito, como recordó estos días en sus redes sociales: «Es un mensaje para los niños que dudan de sí mismos: continuad, aunque los demás no crean en vosotros», y no era el tenis el deporte que le gustaba. Confiesa que fue un pequeño trauma tener que dejar el baloncesto con 14 años. De ahí que luzca más pinta de jugador NBA que de lo que se considera prototipo de tenista. De ahí que no siempre ha puesto todo su empeño en que el talento se convirtier­a en títulos, aunque despuntó pronto y deslumbró como para hacerlo favorito a muchas cosas, sobre todo en pista rápida. En 2016, su año más prolífico, ganó tres títulos (Tokio, Atlanta y Marsella), fue finalista en el Masters 1.000 de Cincinnati y en 2017, sumó Brisbane en 2018 y Washington y Acapulco en 2019. Pero ya antes había aterroriza­do a muchos. Entre ellos, a Nadal, a quien sacó de Wimbledon en octavos de 2014, con 19 años y saques a 220 kilómetros por hora. O al propio Djokovic, al que ha ganado en las dos citas previas, en Acapulco 2017 y en Indian Wells 2017. Pero no hubo suficiente­s méritos tenísticos como para que se le tomara en serio a largo plazo. «Me gusta el tenis, pero solo la competició­n, lo de ganar y perder», admite. De los entrenamie­ntos y la rutina... Esta es su primera final de Grand Slam. Roto el techo de cuartos de 2014 tras su triunfo ante el balear y los cuartos en su Australia natal en 2015. Y hubo los suficiente­s méritos extradepor­tivos para verlo desaparece­r de los puestos altos –fue 13 en 2016, 137 a principios de año, hoy es 40– y de ese despegue que se presagiaba.

Al talento le faltó cierta disciplina y profesiona­lidad y le sobraron demasiados demonios. El tenis era suficiente espectácul­o –saques potentes, otros saques por debajo de las piernas, reveses casi sin flexionar las rodillas, derechas como zambombazo­s–, pero añadió más pólvora con actuacione­s fuera de lugar.

Siempre que comparece en pista, el personal se divide entre los que se frotan las manos porque saben que habrá espectácul­o, no solo tenístico, y los que rechazan su actitud, alejada de la corrección que se presupone al tenis. Críticos que observan a un irreverent­e –desafió a Wimbledon al salir con zapatillas y gorra rojas– que debería ser expulsado y defensores de que se necesitan personalid­ades como la suya.

Ha protagoniz­ado insultos a la grada, escupitajo­s a algún espectador, castigos por mal comportami­ento y mal vocabulari­o, roturas de raqueta y lanzamient­os de sillas, cerveza en los partidos y comidas en sala de prensa, pasotismo y trifulcas ante los micrófonos y en redes sociales. Es el jugador más multado del circuito, con las últimas, de 9.600 y de 3.600 euros, impuestas en este Wimbledon, por su comportami­ento ante Paul Jubb y contra Stefanos Tsitsipas, que también se llevó un castigo de 9.600 euros. «Tiene un lado malvado», lo acusó el griego. «Es un quejica», contestó el australian­o.

«Será un partido con fuegos artificial­es», bromeó el serbio, enfadado con el australian­o porque le ha criticado siempre que quiera ser igual de querido que Federer y Nadal, reconcilia­do con él desde enero, cuando el 40 del mundo lo defendió públicamen­te en el caos que supuso su aterrizaje en Melbourne a causa de las vacunas. Djokovic también domó sus irreverenc­ias a tiempo para ser el campeón que es hoy. Lo que busca este Kyrgios, que tiene ganas de que se recuerde que juega bien al tenis y no solo sus multas. «Hace dos años la gente pensaba que no tenía la disciplina suficiente y eso me hizo dudar de mí mismo. Tuve pensamient­os suicidas y autolesion­es. No quería jugar, perdí la pasión, la chispa, y hoy estoy aquí, con mi mejor tenis y mentalment­e genial. Y no me quiero parar». Kyrgios, un talento atenazado por sus propios demonios, y que mide hoy su mesura y su madurez contra Djokovic.

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// AFP Nick Kyrgios celebra su triunfo en cuartos ante Stefanos Tsitsipas

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