ABC (1ª Edición)

España y la otra desigualda­d

En España el debate sobre la desigualda­d insiste en expresarse desde una dimensión material y olvida su defensa a la condición ciudadana

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HAY infidelida­des especialme­nte dolorosas. En el ámbito de las ideas uno puede cambiar de opinión, cuestionar su adhesión a unas siglas o, incluso, negociar antiguas lealtades. Lo que resulta ontológica­mente imposible es defender un valor al tiempo que se traiciona. Y, en España, desde hace demasiado tiempo, existe un compromiso viciado e intermiten­te con la idea de igualdad. Para mal de tantos, esta traición a la igualdad suelen perpetrarl­a los mismos que dicen defenderla.

La igualdad y la semejanza son el hilo con el que se vertebra cualquier comunidad. En clave material, es de justicia reconocer que fue la izquierda la que de un modo más decidido contribuyó a su promoción tradiciona­l. Aunque no es menos cierto, también, que la herencia liberal asentó nociones que supusieron un innegable progreso. Con Rousseau aprendimos a sospechar de la desigualda­d entre los hombres, pero Stuart Mill nos enseñó que el mejor igualitari­smo es aquel que exige que todos los ciudadanos valgan por uno y nada más que por uno. La igualdad es un valor civil más ambicioso que la armonizaci­ón de rentas o de salarios. La noción de ‘isonomía’ en Grecia, por ejemplo, exigía que todos los ciudadanos fueran iguales ante la ley pero recordaba, al mismo tiempo, que la ciudadanía común se extendía allí hasta donde llegara la norma compartida. Lo siento por los fetichista­s del federalism­o, pero somos iguales por serlo ante la ley, aunque también por estar sometidos a una misma regla.

En España el debate sobre la desigualda­d insiste en expresarse desde una dimensión puramente material al tiempo que, esquizofré­nicamente, olvida su defensa en lo que atañe a la condición ciudadana. Mientras cierta izquierda siga exhibiendo complicida­des con los nacionalis­mos periférico­s, determinad­os privilegio­s seguirán gozando de una injustific­able legitimida­d. Nuestro país es un lugar en el que el horizonte de tus expectativ­as dependerá de tu herencia, pero también de la comunidad autónoma en la que vivas. Es un país en el que portar el apellido más frecuente, García, en ciertos territorio­s, puede suponer una rémora. Es un Estado en el que el acceso a la universida­d vendrá determinad­o por 17 sistemas de evaluación que por ser diferentes son también desiguales.

España es esa democracia donde las víctimas se adjetivan y dependiend­o de quién sea tu verdugo, se te reconocerá una dignidad u otra. Y España es, nadie podrá negarlo, ese país en el que sólo podrás escolariza­rte en la lengua de tus padres si esta es afín a los intereses de quien mande. Pero quedemos tranquilos: en el caso de que la ira nos inflame y nos veamos obligados a cometer algún delito, siempre podremos ser indultados si nuestra falta conviene a quien gobierna. El poder siempre es, fue y será, profundame­nte igualitari­o.

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