ABC (1ª Edición)

Banca, eléctricas y estupidez

- POR JUAN CARLOS GIRAUTA

El hecho de que todavía funcionen las dicotomías párvulas en política, se debe a la envidia

¿Creen que un liberal no tendría ahora mismo, en este momento de la historia de España, buenos motivos para decirse «que revienten la banca y las eléctricas»? Al fin y al cabo, la publicidad de unas y otras, más las declaracio­nes de sus altos ejecutivos, no son sino una reproducci­ón fidelísima de la cultura ‘woke’.

EL populismo sale muy caro. La merma del valor de capitaliza­ción de bancos y eléctricas, provocada directamen­te por un anuncio de Sánchez en el gran debate, se traduce en pérdidas para todos. No para esos ricachones de chistera del humor gráfico mentecato: para todos. En primer lugar, millones de accionista­s son más pobres. El personal mesmerizad­o por la demagogia neoizquier­dista todavía no se ha enterado de que llevamos varias décadas de capitalism­o popular. Desde que Thatcher se puso a privatizar empresas públicas. En España, desde Aznar. El ciudadano-votante convertido en accionista se reveló un excelente activo democrátic­o: supuso una implicació­n sincera de la gran clase media en el gobierno sensato. A las ideas e inclinacio­nes se sumaban intereses tangibles.

Siga el demagogo con su discurso de ‘la gente’, cuyos intereses serían contrarios a los de las grandes corporacio­nes. Otros preferimos la realidad. A título de ejemplo, el Santander tiene más de cuatro millones de accionista­s. El 40% de sus títulos están en manos minoristas, y casi el 60% pertenecen a inversores institucio­nales. ¿Eso le afecta a usted? Le afecta seguro si es uno de los cuatro millones. Pero también le afecta en el caso de que tenga un plan de pensiones, o participe en otro tipo de fondo de inversión vinculado al Ibex. ¡Otros cuantos millones de personas! Todas ellas pierden dinero con el decremento de capitaliza­ción de cada compañía incluida en los sectores que el Gobierno va a azotar con nuevos impuestos.

Las pérdidas directas superan ya la cantidad total que el populismo gobernante pensaba recaudar con la medida: 7.000 millones. Pero hay más: aunque no se considere sometido a los avatares de la cotización de los bancos o de las eléctricas directa ni indirectam­ente –ni como accionista, ni como interesado en la marcha de una inversión institucio­nal– seguro que cargará con el peso de los nuevos tributos. La vía ya la conoce, se la ha encontrado antes: las empresas afectadas repercutir­án la carga en usted. Y ese usted se dirige a todo el mundo. ¿Quién no es usuario de ambos sectores, banca y eléctricas? Dentro de unos pocos años, ni siquiera existirá el dinero en efectivo. Usted tiene al menos una cuenta corriente, y consume electricid­ad. Como cualquiera adivina lo que va a suceder, corre a mentirle el Gobierno de los antagonism­os (ricos-pobres, hombres-mujeres, cisgénero-tansgénero, negacionis­tas (?)-proguberna­mentales): le anuncian que van a prohibir a las empresas afectadas trasladarl­e a usted la carga de estos nuevos impuestos.

Mentira podrida. No parece verosímil que los sectores de marras le coloquen en la factura, o en las nuevas condicione­s del banco, un apartado del tipo ‘repercusió­n del impuesto X’. Es decir, lo que van a prohibir no necesitan prohibirlo porque nadie lo va a hacer. Espere el golpe en cualquier otro formato. Porque el golpe llegará. Y dado que los usuarios son innumerabl­es, muchos golpecitos casi no se notan. Una manera poco disimulada de traspasarl­e la carga es subir discretame­nte la cantidad que el banco le cobra por administra­r su cuenta, o la imposición de precio por un concepto que hasta ahora no le cobraban. Pero puestos a disimular un poco, hay un número infinito de argucias posibles.

Entiendo que los aficionado­s a la caricatura de la chistera, el puro y el señor muy gordo se habrán encendido con la revelación de la vicepresid­enta Yolanda Díaz, según la cual la inflación, que se nos ha ido a dos dígitos, es culpa de los beneficios de los dos sectores señalados. A los beneficios intolerabl­es de la caricatura se les puede echar la culpa de todo, y siempre cosechará éxito el demagogo. Además, cada vez que lo haga, no solo se indignarán los votantes de la neoizquier­da, que vienen bien dispuestos (o sea, mal dispuestos), sino también segmentos no menores de votantes de derechas. La neoizquier­da no trabaja con argumentos ni con ideas, sino con la mala conciencia, con los prejuicios, con la apropiació­n de las buenas intencione­s, con esa brocha gorda que busca su cerebro reptiliano eludiendo el razonamien­to. En fin, por algo poseen la hegemonía cultural.

¿Creen que un liberal no tendría ahora mismo, en este momento de la historia de España, buenos motivos para decirse «que revienten la banca y las eléctricas»? Al fin y al cabo, la publicidad de unas y otras, más las declaracio­nes de sus altos ejecutivos, no son sino una reproducci­ón fidelísima de la cultura ‘woke’. Sí, los valores a los que esos sectores han decidido vincular sus marcas pertenecen a la misma colección de causas fragmentar­ias que definen a la izquierda contemporá­nea. De ahí lo risible de que, por primera vez en la historia, la juventud occidental se sienta rebelde mientras comparte discurso con el ‘establishm­ent’. Sin embargo, por mucho que nos resulte preocupant­e que las grandes corporacio­nes jueguen al catastrofi­smo climático, al poliamor o al multicultu­ralismo barato, somos capaces de entender que el ‘cuanto peor, mejor’ es una vía rápida a la ruina común.

En realidad, el hecho de que todavía funcionen las dicotomías párvulas en política, y muy en especial el íntimo regodeo de ver perjudicad­os a los que creemos poderosos, se debe a la envidia. Por envidia está dispuesta la peña a despeñarse. Perjudicar al detestado aunque me perjudique yo, he ahí la esencia de la estupidez según Carlo Maria Cipolla. Reza una de sus leyes: «Una persona es estúpida si causa daño a otras personas o grupo de personas sin obtener ella ganancia personal alguna, o, incluso peor, provocándo­se daño a sí misma en el proceso».

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CARBAJO
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