ABC (1ª Edición)

La salvaje ambición de Roca Rey

▶ Arrasa con tres orejas en una tarde de excesivo pañuelo azul, con un gran Manisero

- ROSARIO PÉREZ

Quinientos kilómetros atrás quedaban Pamplona y sus peñas, el espíritu de una fiesta que asienta sus raíces en el pueblo, dueño de toda cultura. Ni un dedo puede tapar el sol ni una televisión pública esconder uno de los latidos artísticos más fuertes de España. A las once y 59 de la noche del 14 de julio, la capital navarra era una marea humana de ruidoso blanco y rojo; minutos después, una ciudad en silencio, casi fantasma en la madrugada. La fiesta seguía en otra tierra, de otro modo, pero con un nexo de unión: el toro. Claro que los llenos pamplonica­s, toree quien toree, no hay escenario que los iguale. Valencia lo corroboró ayer, a pesar de registrar la más abultada entrada con el ídolo taquillero del Arga y el Turia: Andrés Roca Rey.

Si en San Fermín fue el capitán general, su mando en plaza siguió en el coso de la calle de Játiva. Salvaje su toreo frente a Jungla. Con el cuchillo entre los dientes, tan cerca se lo pasó en el saludo que el tabaco de su taleguilla y el pelaje castaño se fundían en uno solo.

Todo se veía marrón, que diría algún comentaris­ta tuitero. Más aún crujió la naya en el quite. La tierra prometida del Perú se acercaba. Tras el gran tercio en banderilla­s, El Soro interpretó un solo de trompeta. Para el maestro fue el brindis. Hasta el platillo se dirigió el limeño: las dos rodillas en tierra eran el preludio de la explosión. Cortaba la respiració­n aquel dúo de péndulos. Bramaba Valencia, repetía desigual este número 90 y toreaba Roca. Desafiante siempre, con aplomo y mano baja. El valor silvestre y sin ley trepaba en el tendido del miedo. Todos se rendían ante la máxima autoridad, que ni se inmutó en los parones. Las luquecinas finales, en el terreno de un chotis, pusieron al público en pie. Cientos de brazos se alzaron al cielo cuando enterró un espadazo hasta los gavilanes. La pañolada clamaba por las dos orejas. Suyas fueron, pero incomprens­iblemente el presidente asomó un tercer moquero azul. De chiste. Vuelta al ruedo para un animal cuyos defectos tapó Andrés y que con unas palmas hubiese ido bien servido.

También hizo al obediente sexto mejor de lo que era. Asentadísi­mo, lo cuajó de principio a fin en otra exhibición de firmeza. Tremenda la lección primera para ser un número uno: una ambición mayúscula. Otras dos orejas le pidieron de modo abrumador, pero el palco, que se calentó con los pañuelos azules, se guardó ahora el segundo blanco.

Arreciaron los pitos en el primero. No tenía ganas de baile alguno este Bolero, con 586 kilos a cuestas, dieciséis por encima del más pesador de Victoriano del Río en los sanfermine­s. El peso, por encima; los pitones, por debajo. Remiso a embestir y menos claro que algún diputado en el Congreso, Morante dejó el aroma de la torería en un puñado de muletazos, sin darse coba. Un arreón final le hizo correr delante de aquel burro con bautismo de música cubana.

Tras la merienda, el de La Puebla del Río ofreció un postre de naturales al ralentí, con unos ayudados gallistas que encantaron a la afición. Demasiado poco dijo Jabardillo: todo lo ponía el sevillano, con el pecho dado y el trazo torero.

Arroparon sus paisanos a Román. Vibraban en el lucido saludo a la verónica del valenciano, con el muslo vendado y cierta cojera después de jugársela sin trampa ni cartón en su turno de quites. Se sucedían los «biennn», aunque poco duró la alegría: al cuarto lance cantó la gallina. Barbeaba las tablas sin disimulo Cóndor, al que pegaron entre doscientos y tresciento­s capotazos. Un quinario pasó la cuadrilla para colocar los palos: con tres se cambió el tercio.

Aquella rajada condición poco le importó a Collado, bravo delante del manso. Tragó y se lo reconocier­on. A Román le jalearon cada derechazo, cada zurdazo, cada redondo invertido y esos pases de pecho en los que Cóndor se revolvía. Todo lo ganado lo perdió con la espada. Una lástima.

El toro de Román

La historia de un guiño a los pinchaúvas se repitió en el quinto, con la diferencia de que este toro derrochó la excelencia de su clase. Se le arrancó a Román cuando iba a brindar y tuvo que improvisar una sonada tanda. Decidido, quiso lucirlo en la distancia y lo oxigenó con inteligenc­ia para dosificar su extraordin­aria condición. A Manisero le rebosaba la calidad, con fijeza y nobleza, humillador y a más. Por ambos pitones embistió. Qué ritmo el del pariente de la familia de los cacahuetes. «¡Enhorabuen­a, ganadero!», gritaron en el tendido. «Si lo pillan Morante o Roca...», dijeron. Pero le tocó a Román, centrado y con buenas sensacione­s, pero sin la rotundidad deseada con uno de los trenes de su vida. Aplaudía el valenciano a Manisero, que se marchó con las dos orejas en su ganada vuelta al ruedo en el arrastre.

Ay, si le toca a Morante. O a Roca, dueño y señor del cartel estrella. A hombros se lo llevaron tras la locura colectiva con su salvaje querer y querer.

El valor silvestre y sin ley del peruano trepaba en el tendido del miedo. Qué autoridad la suya

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// MIKEL PONCE Roca Rey, poderoso y mandón con el tercero, llamado Jungla
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// M. P. El solo de trompeta del Soro antes de la faena de Roca

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