ABC (1ª Edición)

Soliloquio­s

Todo lo que no comprendo me fascina, de ahí la atracción que siento hacia los que practican el soliloquio

- RAMÓN PALOMAR

LAS trampas de la tecnología despistan porque me impiden descubrir a esa gente que disfruta, ensimismad­a, en pleno soliloquio. Este tipo de personas despiertan mi admiración. Les observo, les escucho, les radiografí­o. Le parece a uno que los calores favorecen sus discursos personalís­imos. Hay algo en las altas temperatur­as que les motiva. Callejean rápidos, enfrascado­s en lo suyo, y uno les respeta porque son seres de otro tiempo que moran encapsulad­os en sus propias historias. Recuerdan un poco a esos jugadores de ajedrez que entablan feroz batalla contra sí mismos, algo incomprens­ible para mí, puesto que soy un verdadero tarugo en esa disciplina. Todo lo que no comprendo me fascina, de ahí la atracción que siento hacia los que practican el soliloquio. Pero no es oro todo lo que reluce… Las malditas trampas de la tecnología y otros espejismos pueden confundir...

Crees venir a alguien que habla consigo mismo. Aletea los brazos, asperja babilla al parlotear, se detiene, avanza, se irrita, se apacigua. Te ilusionas, el corazón se acelera pues intuyes que has encontrado un ‘soliloquis­ta’ fetén, pero luego, al cruzarte con él, te llevas una chasco tremendo porque ese tipo porta encajados contra las orejas esos colmillos de marfil (¿‘airpods’ se llaman?) para escuchar el telefonill­o. La decepción te mustia. Pero no importa, sigues adelante y casi chocas contra otro menda que charla en solitario emitiendo balbuceos roncos, difusos, inaudibles. Te acercas para atrapar sus palabras pero sólo descubres que se trata de un bolinga que sale del ‘afterhours’ del barrio. Otra desilusión. Pero ayer por fin topé con un auténtico ‘soliloquis­ta’. Gastaba espesa melena gris que formaba un remolino precioso como de refulgente ceniza. Lucía un gabán algo perjudicad­o. Pero qué gozoso hablaba... «Porque yo madrugo mucho… Porque yo madrugo mucho…». Y así, todo el rato. Sí, todos madrugamos mucho para trabajar esos 193 días que le pagamos a Hacienda. Nada encierra tanta verdad como el verbo de un genuino ‘soliloquis­ta’.

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