Un refugio carlista en El Escorial para sentirse como Woody Allen en París
Javier Urcelay ha construido un museo privado para ordenar su colección carlista, a la que ha dedicado más de dos décadas
Al abrir la puerta se hace el frío, un frío como de iglesia. Será la figura de Jesucristo que da la bienvenida al visitante en el hall, levantada sobre una inscripción que reza ‘Reino de España’. O tal vez sea solo la magia (la ciencia) de la arquitectura. Quién sabe.
En el hall hay muchas cosas. Dos candelabros hechos a partir de granadas del cañón Whitworth, esos proyectiles con forma de pepino que dieron lugar a los celebérrimos ‘pepinazos’. Una máscara fúnebre del general Nicolás Ollo, muerto por explosión en 1874. Un retrato de Carlos VII con su perro, León. Una bandera del tercio de requetés barcelonés del Santo Cristo de Lepanto. El rostro en óleo de Cabrera. El de Zumalacárregui. Dos boinas rojas. Una blanca. Y más.
Esta es la entrada a una casa que no es una casa. A un museo que no es un museo.
Javier Urcelay, el dueño, nos explica el lío: hace veintitrés años empezó a coleccionar libros y objetos carlistas. Primero decenas, luego cientos, al final miles. Lo hacía por miedo al olvido, al tiempo, casi con desesperación, como quien salva del fuego sus recuerdos personales. En 2019 decidió comprar una casa en El Escorial para ordenar lo acumulado –el típico capricho felipesco, vaya–, y así nació esto: un refugio del pasado, un templo de la memoria, un sueño en piedra, algo así. Se llama Museo Carlista de Madrid, pero en realidad es una colección privada (tal vez la mayor de su especie) que solo puede visitarse con permiso y acompañamiento del propietario, al que se le contacta a través de su página web (www.museocarlistademadrid.com). La dirección hay que preguntársela por teléfono, porque no la quiere hacer pública: motivos de seguridad. Extramuros nadie puede imaginar lo que hay dentro...
«Pasad, pasad», dice nuestro anfitrión, con los brazos abiertos.
Un friso de madera muestra el lema del lugar: «Sólo virtud es nobleza». Escaleras abajo está el sótano, la parte principal del museo. Cada sala es una guerra carlista, en perfecto orden: la primera (18331840), la segunda (1846-1848), la tercera (1872-1876) y el bonus track de la Guerra Civil con los requetés. Igual que un manual de historia.
«La guerra carlista no surge de la nada», asevera Urcelay, que se desenvuelve con soltura y gestos de cicerone. Nada más empezar su relato insiste en que el carlismo no tiene su raíz en la sucesión de Fernando VII (ya se sabe: el follón entre su hija, Isabel, y su hermano, Carlos María Isidro, por el trono de España), sino que viene de antes. Y entonces señala varios documentos colgados en la pared que, en su opinión, así lo demuestran; algunos recogen la consigna de ‘Dios, Patria, Rey’ ya en el siglo XVIII, en la guerra contra Francia de 1793.
Las salas del sótano están llenas de vitrinas protectoras que guardan sus tesoros. «Lo he montado todo yo», presume. La selección es muy variada. Hay documentos curiosos, como el primer opúsculo del levantamiento carlista, que data de 1835 y está dedicado a Zumalacárregui, o el parte de retirada del general Oráa (isabelino) tras el sitio de Morella en 1838. Esta es una de las gestas más destacadas de la primera guerra carlista, y se nota: hay un cuadro de Ferrer-Dalmau que la reconstruye (‘Cabrera ante Morella’), y también una bandera negra con una calavera como la que los carlistas hicieron ondear en el castillo de la ciudad para señalar su negativa a rendirse (esto lo cuenta él con orgullo: «es lo contrario de la bandera blanca»). Hay, además, objetos singularísimos, como un chisquero de plata y pelo de caballo que perteneció a Carlos V (así fue encumbrado Carlos María Isidro por los carlistas), un devocionario de Isabel II y un ca
talejo como el que usó Zumalacárregui, entre otras rarezas.
—¿Y viene mucha gente al museo?
—Al mes vendrán cuatro o cinco grupos. Vienen por el boca a boca, y son siempre gente interesada, profesores, historiadores... Pero a mí no me importa tanto la cantidad, que no la quiero, como la calidad.
El periplo por el sótano sigue el orden cronológico, pero con saltos. Por ejemplo, el de la prensa carlista, un fenómeno que podría resumirse en un dato: las más de doscientas cabeceras carlistas que se tiraban en España en el siglo XIX. «Hubo un tiempo en que ‘La Esperanza’ era el periódico de más tirada en este país, y era un periódico carlista», comenta Urcelay. Por cierto: el último diario de esta clase que existió fue ‘El pensamiento navarro’, que dejó de imprimirse el 13 de enero de 1981. Aquella mañana los lectores se encontraron tres titulares en la portada: «¡VOLVERÉ...! con mis principios, si España es salvable (Carlos VII)»; «La Tradición, alma de la vida nacional» y «Osasuna-R.Sociedad (0-3)».
En las profundidades encontramos monedas carlistas, ponche carlista, coñac carlista, estandartes carlistas. Hasta un código penal carlista. Y armas. Muchas armas. «Este es un sable roto, una pieza extraordinaria. Cuando los carlistas perdieron la guerra [la tercera], al pasar a Francia los oficiales clavaban el sable en el suelo y lo partían. Y decían: “El sable que ha servido al rey legítimo no servirá a ningún otro rey”».
De vuelta en la superficie aún queda mucho por ver. En el jardín guarda los restos de las lápidas de dos hermanos que murieron en la sierra de Espadán y que alguien quiso destruir. También las placas que cubrían una cruz del Monte Isuskiza, en Álava, que fue volada por ETA. Ahí va uno de los versos inscritos en el metal: «Más vale morir en la pelea que asistir al exterminio de la patria».
Subiendo la escalera que lleva a la primera planta hay un muñeco de celuloide de 1930 vestido de brigadier carlista, y un ‘madelman’ tuneado de Zumalacárregui. De pronto, aparece su mujer, Carmen Gorbe, que ha pintado varios cuadros de la colección. «¿Les has enseñado las banderas?», pregunta. Se refiere a dos banderas blancas, una con la cruz de Borgoña y otra con la de San Andrés, que se alzan enhiestas en el salón de los reyes, así llamado por estar dedicado a la dinastía carlista. Cada rey tiene una habitación propia, con bustos y retratos y mobiliario añejo. Hay una sala dedicada a los liberales. «Los enemigos», suelta entre risas Urcelay.
En su biblioteca guarda cerca de 4.000 libros sobre el carlismo, tres mil de ellos del siglo XIX, dificilísimos de encontrar en otra parte, según apunta él. Empezó a acumularlos cuando decidió escribir una biografía sobre el general Cabrera, al que compara en fama con Zelenski. «Cuando se exilió en Francia los franceses se arremolinaban para verle, porque era un personaje muy popular. Es como si ahora viene Zelenski a Madrid», afirma. Va señalando ejemplares y grabados, y de pronto, en un inesperado giro de los acontecimientos, cita a Woody Allen: «Aquí me siento como en ‘Midnight in Paris’, yendo de un siglo a otro». Sí, es igual, solo que en vez de Hemingway se te aparece el Tigre del Maestrazgo. O María Rosa Urraca Pastor, la Pasionaria de derechas, de la que está escribiendo ahora una biografía.
—¿Por qué el carlismo?
—Es un tema fascinante. Primero porque está poco estudiado, segundo porque… Todas las causas perdidas tienen un encanto, un atractivo. Y los personajes del carlismo son personajes románticos.