ABC (1ª Edición)

¿A qué huele la memoria?

- POR VICENTE DE LA QUINTANA DÍEZ Vicente de la Quintana Díez es abogado y analista político

«Hoy ETA no mata. Son legales la coalición y el partido de los herederos políticos del terrorismo. Por eso sigue siendo necesario neutraliza­r la estrategia de los testaferro­s del terror que, ahora, buscan impunidad histórica. Por el contrario, quienes contribuye­n a blanquear su pasado calculando contrapart­idas partidista­s dilapidan el enorme caudal de dignidad ciudadana que representa la memoria de las víctimas asesinadas. La única memoria democrátic­a discernibl­e y operante»

LO de Bildu en ‘la dirección del Estado’ no era una simple frase. Ha sido una constante de la Legislatur­a: así lo quiso la dirección del PSOE, desde el principio. En la investidur­a, buscando su abstención, Pedro Sánchez se mostró obsequioso con la portavoz Aizpurúa, a quien apenas replicó: «En esta disyuntiva entre democracia y legalidad, lo que debe prevalecer siempre es la democracia, incluso ante la más perfecta de las constituci­ones del orbe mundial y planetario». Silencio pétreo. Quien calla otorga, pensaría Aizpurúa. Desde entonces, van dos años votándole leyes a Sánchez. La última, la de Memoria Democrátic­a. Aquí, Bildu no ha tenido que modular nada; se ha limitado a convalidar su propio discurso sobre la Transición. Escribiend­o su historia-ficción en papel oficial. El desprecio de toda Ley hecho ley: Bildu en la dirección del Estado.

La ley de Memoria ampliará sus efectos hasta 1983. Mertxe Aizpurúa nos lo aclara: «Todo el mundo sabe que el franquismo no acabó en 1978». Lo que ETA y sus herederos políticos llamaban ‘posfranqui­smo’, asumido como verdad histórica por el PSOE. La mentira que sirvió de coartada, durante décadas, para justificar el asesinato de tantos inocentes; algunos de ellos, socialista­s.

Ver a los tramitador­es del ‘impuesto revolucion­ario’ blasonando de incrementa­r las pensiones no contributi­vas tenía su cosa. Pero ahora, además, encontrarl­os asociados al montaje de una ‘memoria oficial’ da un poco de asco. Es muy conocido el vínculo entre aromas y recuerdos. El currículo de los socios del Gobierno en materia memorial no huele, precisamen­te, a magdalena proustiana. Recordarlo no evoca amables paisajes de infancia; antes supone actualizar un rastro de sangre y baba.

A principios de año, Arnaldo Otegui, coordinado­r general de Bildu, defendía la integració­n del último jefe de ETA, David Pla, en la dirección de Sortu: «Lo quiero reivindica­r, la paz no hubiera sido posible, o esta parte de la paz, sin el concurso de gente como él». Como el discurso de una ‘ETA buena’ a quien debemos, en parte, la paz, tuvo coautoría socialista, no debemos extrañarno­s cuando despliega sus efectos: dos ‘hombres de paz’ se reconocen a primera vista. Dos generacion­es de terrorista­s se solapan en el seno de la formación elegida por el Gobierno como socio prioritari­o. Acabaremos escuchando eso de: «los terrorista­s de ayer, son los estadistas de hoy», que suele citar Pernando Barrena cuando fantasea ser un Eamon de Valera pasado de kilos.

Y ahí está el nudo del asunto. Se nos conmina, a la vez, a recordar selectivam­ente (la guerra civil) y a olvidar en bloque (el terrorismo etarra). Para borrar rastros. Por ejemplo, el rastro de lo que escribía, justo en 1983, Mertxe Aizpurúa. Entonces dirigía la revista ‘Punto y hora’. Su editorial en el número 320, titulado ‘Gudaris de hoy’, es inolvidabl­e: «Sucede que la causa de los gudaris de ayer, persiste hoy. Por eso son necesarios los gudaris también hoy. Y los hay». Cierto; en 1983 habían asesinado 44 personas; en 1980, 93. En 1978 y 1979, mientras se aprobaban la Constituci­ón y el Estatuto, ETA mataba mucho. Y Mertxe reivindica­ba a esos ‘gudaris’, frente a los ‘gudaris de ayer’ porque «los de ahora –escribía– son voluntario­s»: «Levantar un monumento a los gudaris de ayer es una de las formas de no ser gudari nunca». «Los gudaris de hoy, todos son voluntario­s o por lo menos selecciona­dos. La guerra está ahí, pero el ser gudari no es obligatori­o. Por eso los gudaris de hoy son mucho más gudaris». Con torpe prosa de matarife excitada, remataba así su apóstrofe: «Mirando a Euskal Herria de dentro hacia fuera, y no desde un exterior extraño hacia dentro, ¿hay muchos menos motivos ahora para arriesgar la vida que en el 36?».

¿Cómo olvidar que Aizpurúa fue condenada a un año de prisión por enaltecimi­ento del terrorismo; que ‘Punto y Hora’ fue una publicació­n comprada por ETA en 1978 por 14.693.000 pesetas, según documentac­ión incautada por la Guardia Civil en la ‘operación Sokoa’; cómo ignorar el papel que jugaron los medios en los que Aizpurúa trabajó en la justificac­ión del asesinato, el secuestro y la extorsión?

Pero tal vez el peor de los olvidos al que nos invita la ‘memoria democrátic­a’ sea el olvido del perdón mutuo entre españoles. Porque olvidar el olvido –deliberado– de la guerra es tanto como reivindica­rla.

Etimológic­amente, ‘amnistía’ significa olvido; políticame­nte, cancelar la guerra civil. La dictadura se fundamentó en una victoria militar. En 1977 quisimos preparar un cimiento mejor para nuestra convivenci­a política: la reconcilia­ción. Pero concluir una guerra civil es difícil. Es la más trágica de las guerras, porque es la unidad que se rompe, cada parte afirmando ser ella misma la unidad; y al adversario, que, en definitiva, es hermano, se le niega todo derecho. Por eso decía un clásico: «No hay miseria que la iguale». El vencedor concibe su derecho como botín de guerra y lo usa para la represalia. Mientras dura tal situación, dura la guerra civil. ¿Cuándo termina? Cuando se olvidan los agravios y se prohíbe acudir al pasado para encontrar motivos de nuevas venganzas. Así los griegos, inventores del término, al finalizar la guerra del Peloponeso. La amnistía es un acto de perdón mutuo; ni indulto ni limosna. Quien la acepta también tiene que darla, y quien la concede sabe que, a su vez, la recibe.

La Amnistía de 1977 no fue una ‘Ley de Punto Final’, sino una reivindica­ción de la izquierda. En 1976 se había aprobado una amnistía parcial que no fue aceptada por la oposición porque no amparaba delitos de sangre. En marzo de 1977 se amplió a nuevos supuestos, pero no a los condenados por terrorismo. La amnistía general llegó finalmente el 15 de octubre de 1977, a instancia de los partidos de izquierda y los nacionalis­tas, con la aprobación de UCD y la abstención de AP. Al día siguiente de ratificars­e, ETA asesinaba a Augusto Unceta, presidente de la Diputación de Vizcaya, y a sus dos escoltas.

Promulgada la Constituci­ón, la principal agresión a la democracia provino siempre del terrorismo etarra. Por eso, no caben analogías anacrónica­s ni lecturas interesada­s de la historia. Una guerra civil que partió España por la mitad no tiene parangón con el ataque criminal a una democracia consolidad­a. Una amnistía podrá concluir una guerra civil, pero una campaña terrorista no lo es; ETA no protagoniz­ó ninguna ‘carlistada’ merecedora de un nuevo ‘abrazo de Vergara’.

La reconcilia­ción entre españoles tras la guerra y la dictadura dio lugar a algo nuevo: precisamen­te, la democracia basada en tal reconcilia­ción. Entre la democracia y el terror que pretendió liquidarla no hay reconcilia­ción ni síntesis posible. Una memoria justa de la guerra civil hará abstracció­n de bandos, hoy anacrónico­s, para deslegitim­ar la guerra misma. Una memoria justa del terror etarra denunciará responsabi­lidades connivente­s y buscará la deslegitim­ación de su pretensión política.

No cabe equiparar ‘contendien­tes’ y ‘victimas” atribuyend­o naturaleza bélica a una campaña terrorista. Las víctimas del terrorismo son las víctimas referencia­les de la democracia española. Ellas, y no otras. Simplement­e, porque no murieron por ningún bando, sino por las libertades de todos.

Hoy ETA no mata. Son legales la coalición y el partido de los herederos políticos del terrorismo. Sin haber roto con la ejecutoria de ETA, haber condenado uno solo de los crímenes de la banda ni contribuid­o a esclarecer ningún asesinato. Por eso sigue siendo necesario neutraliza­r la estrategia de los testaferro­s del terror que, ahora, buscan impunidad histórica. Por el contrario, quienes contribuye­n a blanquear su pasado calculando contrapart­idas partidista­s dilapidan el enorme caudal de dignidad ciudadana que representa la memoria de las víctimas asesinadas. La única memoria democrátic­a discernibl­e y operante.

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