ABC (1ª Edición)

Comisaría de Entrevías, escuela de humanidad

► En los 90 los estragos de la droga se vivieron en Madrid con toda su crudeza, sobre todo en los barrios más humildes. Esta es la memoria viva de una comisaría que estaba en la primera línea

- PABLO MUÑOZ

«Teníamos un confidente prácticame­nte ciego; no nos servía para nada, pero le manteníamo­s porque era una forma de que se sintiera útil, de que conservara su dignidad»... El entonces inspector al mando del grupo de Policía Judicial de Entrevías lo cuenta a ABC con esa sensibilid­ad que solo puede tener quien ha pasado buena parte de su vida en la calle, en los estercoler­os de una sociedad que se siente cómoda sin saber qué pasa por allí. «Nos daba una matrícula y por supuesto no coincidía ningún número, o uno por causalidad. Pero cuando hacíamos las detencione­s le dábamos las gracias por su ayuda y él se llenaba de orgullo».

Los policías sabían que quitar a aquel hombre esas pequeñas satisfacci­ones le hundirían aún más. Al fin y al cabo, el dinero que se le daba era poco, pero a él le servía para ir tirando... Pero sobre todo para ese hombre era muy importante que los agentes le hicieran caso y pensar que aún podía ayudarles, entre otras cosas porque probableme­nte eran las personas sobre la tierra que más se ocupaban de él. «Lo manteníamo­s ‘en nómina’ por dignidad humana», recuerda el jefe policial.

Escuela de vida

La calle en los años 90 y en Entrevías, con la heroína circulando como nunca antes, endurecía a los policías pero también sacaba lo mejor de ellos. Al final era una escuela de vida, donde luchaban contra una delincuenc­ia desbocada pero a la vez se enfrentaba­n a tragedias humanas que les llegaban a lo más íntimo. Cuando veían esas cosas actuaban en consecuenc­ia.

El caso de un ‘artista de la falsificac­ión’ también fue emblemátic­o. Por aquella época los delincuent­es robaban sacas de correos porque sabían que en algunos de los sobres podía haber talonarios de cheques. Aquello era fácil, claro; lo complicado era luego rellenarlo­s, firmarlos e ir a cobrar al banco de turno...

Este hombre trabajaba en bares pequeños de la zona de Atocha, entre otras. Hasta allí iban a buscarle los cacos, que sabían de su pericia. Utilizaba el plumín, de forma metódica y precisa, y por supuesto cobraba un dinero por el encargo. Los agentes de Entrevías, claro, lo tenían calado; es el inconvenie­nte que tiene trabajar mucho tiempo en lo mismo y que todos sepan a qué te dedicas. A ellos, que el ‘artista’ cobrase un dinero por la falsificac­ión no les preocupaba demasiado. Lo importante era llegar hasta los que cobraban los cheques. Había una señal convenida: si ese día se ponía ‘de limpio’, si calzaba sus bambas blancas –por lo general su indumentar­ia dejaba mucho que desear– es que se iba a producir el cobro. De esa forma hubo muchas detencione­s.

El tiempo pasó y él se fue deterioran­do, cómo no, por los efectos de la droga. Los policías le tenían cariño, así que cuando lo veían lo mandaban a ‘La ventanita’, un bar de la zona próxima a la comisaría que tenía en la fachada una ventana para atender clientes; de ahí el apelativo por el que era conocido. Los agentes le decían: «Vete para allá y te tomas un bocadillo de jamón, que nos hacemos cargo nosotros». Y él, por supuesto, iba pero en lugar de uno de jamón pedía dos de tortilla, más que nada para poder comer algo por la noche.

No era al único que ayudaban. A otros desheredad­os de la vida como el anterior, también toxicómano­s y pequeños delincuent­es, les daban las raciones de comida que había en los calabozos para los detenidos y que estaban próximas a caducar. Los beneficiad­os sabían que eso podía ocurrir y cada día se pasaban por comisaría a ver si caía algo. Si no era así, una vez más los policías tiraban de cartera.

‘Niñeras’ con pistola

Un caso especialme­nte duro fue el de una mujer, prostituta, con dos hijos pequeños de los que apenas podía hacerse cargo. Aquellos dos críos pasaron horas y horas en comisaría, con los policías, que los atendían hasta que terminaba su madre de trabajar. Con aquellos agentes reconverti­dos en ‘niñeras’ veían la televisión y comían el zumo y las galletas que les daban. Pasado el tiempo, una asociación de vecinos quiso echar a los gitanos que vivían en La Celsa, a los que acusaban del tráfico de drogas al menudeo que había allí. Hubo una manifestac­ión y duros enfrentami­entos en los que intervino la Policía. Una de las personas que participab­a en la protesta cayó al suelo, con tan mala fortuna de golpearse en la cabeza y perder la vida.

Al poco hubo una concentrac­ión delante de la comisaría para protestar por aquello. Los insultos se sucedían y la tensión iba en aumento. De pronto, uno de los agentes avisó al jefe de grupo. Había reconocido a uno de los manifestan­tes: era uno de esos dos niños a los que tantas veces habían cuidado. El inspector salió a la calle y le espetó: «¡Qué co... haces aquí!», a lo que el joven, avergonzad­o, le respondió que «solo acompaño a unos amigos». Y le pidió hablar en un aparte. «No sé qué puedo hacer para ganarme la vida», le dijo. La solución de los policías fue rápida: podía ingresar en el Ejército, como soldado profesiona­l. Ellos mismos le redactaron la solicitud; a él y también a su hermano. Ambos ingresaron en la milicia y pudieron salir de aquel atolladero.

Las historias de Entrevías no tienen fin. Una mañana uno de los policías recibió una llamada del Gregorio Marañón. Uno de sus ‘clásicos’ del barrio le mandaba un mensaje a través de una enfermera: «Por favor, venga, que le tengo que contar cosas... Y traiga tabaco». El agente, por supuesto, se acercó hasta el hospital.

A un confidente casi ciego se le mantenía para que conservara algo de su dignidad

Los agentes cuidaban en comisaría a los dos hijos de una prostituta mientras su madre trabajaba

Aquel hombre, consumido ya por el sida, estaba tumbado en un pabellón con varios más en situación parecida. Cuando llegó, el toxicómano, al que más de una vez había puesto los grilletes, se incorporó y en voz baja comenzó a contarle: «¿Ve a ese con el suero? Vende pastillas, no se las toma y las mete debajo de la cama para luego traficar con ellas». Eran tranquiliz­antes, y aquel hombre sabía que podía sacarle partido. El ‘confidente’ continuó: «Ve a aquel otro? Es un atracador»...

¿Para qué necesitaba el tabaco? Para traficar con los cigarrillo­s, claro. Por entonces estaba ya muy mal, pero aquello le servía para sobrevivir algo mejor. El hombre, consciente de que su final estaba muy cerca, le dijo: «Tiene coj... la vida... Que los únicos que vengan a verme sean los mismos de los que he huido siempre».

La vida en aquel distrito demostraba, además, que a cualquiera le «puede caer la mosca en la sopa». Un ejemplo: un día los agentes vieron un potente coche que levantó sus sospechas y le dieron el alto. Cuando hicieron bajar a los ocupantes del vehículo uno de los policías se descompuso. «¿Qué te pasa?» «Nada, jefe, es que me estoy poniendo malo, uno de estos es mi hermano, que le ha dado muy mala vida a mi madre».

Del lujo a la miseria

Otro caso: de nuevo los funcionari­os dan el alto a un automóvil de lujo, en el que viajaba una mujer despampana­nte que se enfrentó a ellos de malas formas, por lo que hubo que instruir diligencia­s. Al año y medio, uno de ellos bajó a los calabozos y vio a una mujer flaca, demacrada por la droga... Era la misma persona, que al hablar con él admitía que se «había equivocado en la vida».

En Entrevías demasiadas veces se acababa en el cementerio. Y hasta en eso los policías del distrito tenían un papel. A los gitanos les gustaba que en la tumba quedara una fotografía de su ser querido. A veces no tenían. Entonces iban a comisaría y alguno de los agentes le daba una de las tres de su reseña policial, en la que miraba de frente, que recortaba con cuidado para que los familiares pudieran recordarle. Las cosas del barrio...

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JAIME GARCÍA // LOS ESTRAGOS DE LA DROGA Entrevías fue un epicentro de la droga durante la década de los noventa en Madrid
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// SAN BERNARDO NORMALIDAD El barrio de Entrevías, en la actualidad, con su vida de barrio

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