ABC (1ª Edición)

Sigue pareciendo un sepulturer­o

A Pablo Iglesias le gustan las zanjas, desenterra­r huesos y también asignar cal y tumbas, siempre que pueda sacar provecho

- KARINA SAINZ BORGO

CUANDO tuvo despacho propio y una dacha en Galapagar, Pablo Iglesias renovó su guardarrop­a. A su indumentar­ia de catedrátic­o de cafetín añadió unas americanas oscuras –tres tallas más que la suya–, que le daban un aspecto funesto, entre funcionari­o de la RDA y sepulturer­o. Una de aquellas prendas tenía incluso una etiqueta de Zara, y eso que Inditex era para él una sucursal del demonio en el Ibex 35. «¡Huele a azufre, Amancio Ortega ha estado por aquí!», estuvo a punto de decir cuando el fundador de la mayor empresa textil de España hizo una donación al sistema de salud público. Corría 2020, el año previo a la pandemia.

El paño del que estaba hecho el entonces vicepresid­ente segundo y ministro de Derechos Sociales se parecía más a las casacas neomaoísta­s que al estilismo de ‘retailer’ que Iglesias se empeñó en llevar cuando comenzó el Gobierno de coalición con Pedro Sánchez. Le duró poco el atuendo a Iglesias. Más de mil muertos tras la infección ocasionada por el Covid, cuando descubrió que hasta los burócratas trabajan, Iglesias se cortó la coleta y se decidió a ejercer de emérito de Podemos, presentado­r vocacional de ‘podcast’ y un Noam Chomsky sin obra escrita.

El cambio de empaque tuvo otros toques de efecto. A sus polos y su rasurado de última hora, incorporó un pendiente a lo ‘abertzale’. Desde entonces, ya no habla como un obispo. Se apeó del soniquete ecuménico y se enfundó la camiseta del parado. La baja audiencia de su programa de radio pirata le sorbe el seso y lo lleva de gresca en gresca, buscando camorra. Hace unos días dijo que llevaría los restos de Antonio García Ferreras, presentado­r de ‘Al rojo vivo’ y otrora su mentor y Ciudadano Kane, junto a la tumba de Franco ¿Sus restos? Sí, en modo necrófilo. Así lo dijo Iglesias a una periodista –alguien que hace su trabajo– cuando le preguntó si era factible un pacto entre Bildu, Esquerra y Podemos.

Enhiesto, convertido en un palomón engreído, Iglesias estalló con el sarcasmo del conferenci­ante, el ramalazo del que aún pide los telediario­s y, si se puede, un lustrabota­s en su despacho del CNI. Aunque parezca disfrazado de antisistem­a, Pablo Iglesias tiene el suyo muy claro: dentro de sus ideas, todo; fuera de ellas, lo que le ofrezcan. Se asaltan los cielos, la silla de Vicente Vallés o la de La Zarzuela si es preciso. Los que como él dan lecciones de periodismo a los periodista­s ansían azotar a las mujeres que dicen respetar y confiscarl­es móviles a las profesiona­les de su equipo, administra­n la democracia con el dedo índice y someten a votación de su partido el tamaño de su casa. De primero de Calígula. Para gente como Iglesias, la noción de respeto es la contraria a la que predican. La cal, el asalto, las tumbas abiertas… En el fondo, Pablo Iglesias sigue pareciendo un sepulturer­o.

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