ESPAÑA, TRES DÉCADAS DESPUÉS
La comparación es odiosa, pero necesaria. Del esfuerzo común y la ilusión colectiva del 92 se ha pasado a una ausencia total de proyecto para España, como nación y como Estado
RECORDAR cómo era España en 1992 puede provocar un sentimiento de nostalgia, por los acontecimientos que jalonaron aquel año, como la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos de Barcelona, y por la forma con la que se encaraba la dirección política del país. Sería un error idealizar aquel año como un símbolo de virtudes, porque lo cierto es que había corrupción, terrorismo y enconamiento entre los grandes partidos políticos, PSOE y PP. La educación estaba sometida a leyes lesivas y el gobierno de la Justicia vivía sus primeros años de seria politización. Sin embargo, paralelamente a estos problemas, España tenía un proyecto político como nación y como Estado, había una ambición por situarla definitivamente en el escenario internacional, atlántico y europeo, en la modernización económica y en los máximos niveles de homologación democrática. La buena organización de la Expo y los Juegos dieron a España un espaldarazo internacional, a lo que contribuyó el compromiso de todas las instituciones del Estado, empezando por la Corona, cuya implicación fue decisiva para transformar esos grandes proyectos de Sevilla y Barcelona en un factor de cohesión nacional.
Desde 1992, el mundo cambió la percepción sobre España, que dejó de ser visto como un país reducido a playas y toros, para alzarse como una sociedad moderna, de servicios e infraestructuras, políticamente abierta y con objetivos comunes, capaz de organizar en el mismo año dos de los grandes retos a los que puede enfrentarse un país. Existía el consenso bipartidista en las grandes directrices de la acción política y se preservaba lo esencial del pacto constituyente, no sin las contradicciones de los acuerdos con los nacionalistas, que ahora merecen, retrospectivamente, un juicio mucho más severo que el que entonces recibían.
Treinta años después deberíamos preguntarnos qué ha sucedido para que nuestro país haya quebrado aquella línea ascendente que se empezó a dibujar con el pacto constitucional de 1978, que saltó al estrellato mundial en 1992 y que ahora describe una caída libre con los colores de la división social, la crispación política, el enfrentamiento territorial, la debilidad internacional y la desconfianza ciudadana. La comparación es odiosa, pero necesaria. Del esfuerzo común y la ilusión colectiva del 92 se ha pasado a una ausencia total de proyecto para España, como nación y como Estado. La acción política que dirige el país no se apoya en una visión global y prospectiva de España, sino en el análisis de necesidades a corto plazo y de mínimo alcance. La supervivencia es la meta del Ejecutivo. La cohesión nacional ha desaparecido del discurso gobernante porque se identifica con políticas centralistas y reaccionarias, pero su consecuencia es el protagonismo de partidos verdaderamente totalitarios y reaccionarios, los nacionalistas, que están dirigiendo efectivamente la política del gobierno.
El diálogo bipartidista parece hoy una extravagancia y, en su lugar, se practica el mercadeo con minorías cuyos objetivos solo pueden ser satisfechos a costa de la Monarquía parlamentaria, del Estado de derecho y de la unidad nacional. Están puestas las bases para una gran fractura social y política, alimentada por una crisis económica que exigirá una unidad que no existe actualmente, porque el Gobierno quiere aprovecharla para llevar a sus máximos su programa populista y sembrar de minas la transición al probable próximo gobierno del PP. Hay motivos para la nostalgia por el 92, pero más motivos para la preocupación por 2022.