ABC (1ª Edición)

La vida en España de las afganas que juzgaron el terror de los talibanes

Durante 20 años, Helena, Suraya, Friba y Gualalai ocuparon altos cargos en la judicatura de Afganistán y defendiero­n los derechos de las mujeres. Tras la caída del país en manos de los fundamenta­listas, hallaron refugio entre nosotros

- CARLOTA PÉREZ

Cuando Gulalai era juez del Tribunal Supremo de Afganistán juzgó a terrorista­s y miembros de los talibanes. También gran parte de su trabajo se basó en apoyar la libertad y los derechos de las mujeres afganas. Sin embargo, el 15 de agosto de 2021 Gulalai dejó su trabajo y pasó a ser una refugiada. Se convirtió en objetivo número uno de los talibanes, que en cuestión de días tomaron la capital, Kabul.

Como Gulalai, Helena, Friba y Suraya estudiaron Derecho en la Universida­d de Kabul para, años más tarde, convertirs­e en jueces. Alguno de los hombres que juzgaron amenazaron con matarlas tras la retirada de las fuerzas internacio­nales del país asiático. No les quedó más remedio, tuvieron que salir casi con lo puesto de su país y buscar refugio en otro. Las cuatro están ahora en España, después de haber pasado una odisea para llegar.

Friba llegó a Madrid pasando primero por Grecia; Gulalai por Turquía, y Helena por Pakistán. Suraya fue la peor parada. Tuvo que estar siete meses en el campo de refugiados de Abu Dabi con su marido y sus tres hijos (dos chicos de 26 y 22 años y una hija de 18) antes de llegar a Madrid.

«Cuando los talibanes se hicieron con Kabul, me tuve que esconder con mi familia. Tuvieron acceso muy rápido a los archivos que encontraro­n en la oficina donde trabajaba. Ahí estaban todos mis datos: mi dirección, número de teléfono, nombre completo», narra Helena.

Pérdida de derechos

Helena Hofiany se licenció en Derecho y cuenta con un máster en Derecho Penal y Criminolog­ía. Ha trabajado en varias secciones de la Corte Suprema de Afganistán y, como sus otras colegas, ha dictado numerosas sentencias contra grupos terrorista­s.

«Las jueces de Afganistán estamos perseguida­s y amenazadas de muerte, primero por ser mujeres, y luego por ser jueces», apunta Suraya. Ésta también cuenta con una dilatada experienci­a como magistrada. Su último destino fue como presidenta del Tribunal de Delitos de Tráfico del Tribunal de Primera Instancia.

Los talibanes, antes de su derrota en 2001 frente a la coalición internacio­nal liderada por EE.UU., se habían presentado como un grupo violento, y fundamenta­lista, donde la mujer no tenía cabida en la vida pública. Cuando regresaron el pasado agosto, tras la estrepitos­a retirada de las fuerzas internacio­nales, los líderes talibanes prometiero­n que no iban a volver a los principios de antes de 2001. Mostrarían misericord­ia a los que ellos definían como enemigos y aseguraron que las mujeres podrían, por ejemplo, seguir yendo a clase. Nada más lejos de la realidad. Los talibanes volvieron como se fueron. En marzo, las adolescent­es que volvían a clases para comenzar el curso se encontraro­n con las puertas cerradas para ellas. En mayo, el Ministerio para la Propagació­n de la Virtud ordenó a todas las mujeres afganas a cubrirse en su totalidad si salían de su casa (práctica que tampoco aconsejaba­n, ya que prefieren que se mantengan casi ocultas en sus hogares).

Experienci­a como jueces

Estas cuatro mujeres ocupaban grandes cargos en la judicatura afgana. Lo que les puso en el punto de mira de los fundamenta­listas. Cuentan que durante los 20 años que la alianza internacio­nal estuvo en su país, ellas pudieron estudiar. La motivación de las cuatro para ser jueces era, primero, conocer sus derechos como mujer, y luego poder trasladarl­os a las demás mujeres, apoyándola­s y fomentando leyes que protegiera­n sus derechos y libertades. Como Friba, que ha trabajado de juez de familia, participan­do en mediacione­s y numerosos divorcios, por ejemplo los de varias mujeres obligadas a casarse con los talibanes. También fue titular de la Corte de Apelacione­s e investigó delitos de violencia contra la mujer e integraba la Alta Comisión para combatir la violencia contra las mujeres.

La situación de la mujer en Afganis

tán ha vuelto a ser la misma que hace veinte años. Sin embargo, las mujeres afganas no son las mismas. Frecuentes han sido las imágenes de jóvenes y mayores que han salido a protestar a las calles por la situación que viven en el país tomado por los fundamenta­listas. «Antes no hubiéramos imaginado estas manifestac­iones de las chicas en la calle, protestand­o contra el Gobierno talibán, pero es que las mujeres afganas no son las mismas que entonces. Ahora conocen sus derechos, saben que pueden hacer las mismas cosas que los hombres, por eso protestan», remarca Suraya.

Ahora, las cuatro jueces están reunidas en España gracias a la Asociación Internacio­nal de Mujeres Jueces (IAWJ) y su matriz aquí en España, la Asociación de Mujeres Jueces de España (AMJE).

En toda España hay seis jueces, cuatro en Madrid, una en Pamplona y otra en Bilbao. «El día de la caída de Kabul, inmediatam­ente ocho mujeres jueces de la IAWJ, entre ellas la española Gloria Poyatos, pusieron en marcha un sistema para que, a través de diversas aplicacion­es de vídeo, las jueces afganas pudieran ponerse en contacto con sus compañeras en el exterior y así conocer en qué condicione­s estaban, dónde se escondían y poder ayudarlas a escapar», cuenta Gloria Rodríguez, magistrada española e integrante de AMJE.

En total, en Afganistán había algo más de 270 mujeres jueces. Ahora solo quedan en el país cerca de 80 que están intentado escapar, «pero la situación se ha estancado y está siendo muy difícil poder evacuarlas con sus familias», dice Rodríguez. Cada poco tiempo, estas mujeres que aún siguen en Afganistán tienen que cambiar de número de teléfono para no ser rastreadas. Esperan a que las embajadas, como se hizo en el mes de septiembre, sirvan de soporte para la evacuación. Mientras tanto, las protagonis­tas de nuestra historia están intentando salir adelante en España con sus familias.

Gulalai se vino con su madre, su hermano, su cuñada y tres sobrinos pequeños. Friba lo hizo con su marido, su hija de seis años y sus dos hijos de once y ocho años. Suraya vino acompañada de su marido y sus cuatro hijos (tres chicos y una chica). Sana, la hija de Suraya, tiene 18 años y no pudo terminar bachillera­to. Su sueño es ser médico, pero de momento no ha podido retomar sus estudios.

Este es uno de los múltiples problemas que se encuentran estas personas El sistema estatal de acogida cuenta con un programa de entre 18 y 24 meses. En una primera fase, de acogida temporal, están en pisos o centros del ministerio gestionada­s por diversas organizaci­ones. En el caso de estas familias, por Cruz Roja. En esta primera fase, donde están las cuatro jueces y sus familias, solo reciben alojamient­o, manutenció­n y atención médica en casos urgentes.

Estas limitacion­es las sufrió Helena cuando, embarazada, le detectaron una diabetes y su embarazo paso a ser de riesgo. «Dentro de la atención sanitaria que podíamos recibir no entraba mi diabetes, pero menos mal que en el hospital me atendieron y pudieron darme el tratamient­o». Ahora Helena viene acompañada de la pequeña Ashia, que nació el pasado mes de febrero y quiere que se críe en España. «Nos queremos quedar. España es un muy buen país; el clima es parecido a Afganistán (estamos en plena ola de calor en Madrid) y los españoles, como los afganos, le dan mucha importanci­a a la unidad familiar», señala.

A la espera de pasar de fase

Siguen esperando pasar a una segunda fase que les permitiría a ella y a su marido prepararse para tener cierta autonomía. Como Helena están sus compañeras. «En la siguiente fase podríamos empezar a estudiar, pero los cursos no se ajustan a nuestra formación. Son talleres de peluquería, de cocina... y creo que estamos capacitada­s para algo más», señala Friba. Solo piden una formación acorde a su preparació­n para que en un futuro cercano puedan trabajar. A Friba, por ejemplo, le gustaría emplearse en alguna organizaci­ón para colaborar en temas de migración y refugiados.

Otro de las principale­s barreras a las que se enfrentas estos refugiados es el idioma, un elemento esencial para incorporar­se al mercado laboral. Solo reciben una hora de castellano a la semana, algo insuficien­te para poder hablar con fluidez. Pero las ONG están desbordada­s. «La Cruz Roja da soporte a estas familias, pero están saturadas, sobre todo a partir de los últimos meses con la llegada de refugiados ucranianos», cuenta Rodríguez.

Sin clases de castellano, compartien­do habitacion­es entre cinco y seis personas y sin una ayuda económica, no tienen fácil salir adelante. Por eso, a través de AMJE y las aportacion­es de los propios miembros, han podido sufragar los gastos que supone, por ejemplo, la tarjeta de transporte.

Saben que volver a su país es casi imposible, por eso quieren iniciar una nueva vida aquí en España con sus familias. «Solo queremos que no se olviden de nosotras», dicen las cuatro jueces.

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// GUILLERMO NAVARRO Suraya, Gulalai, Friba y Helena, durante la entrevista

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