ABC (1ª Edición)

Corín (2) Muchas separacion­es estaban basadas en un diálogo capturado, o en una línea íntima e inconvenie­nte, o en un mail perdido

La protagonis­ta, Cora Bruno, es una detective argentina especializ­ada en casos de engaños sentimenta­les

- POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ

Cora Bruno acude a toda velocidad a un hotel para impedir que su clienta asesine al marido infiel. Mientras conduce recuerda el fin de su propio matrimonio por los amores de su esposo piloto con una azafata...

Diez años después ya había hecho su autocrític­a. En el fondo, Cora siempre había considerad­o que el piloto estaba muy por encima de sus posibilida­des: era un galán espléndido, y ella no pasaba de ser una mujer común y empeñosa que luchaba día a día para mantener a raya un leve sobrepeso, y que batallaba contra su irresistib­le afición a los dulces. Algo que la llevaba a oscilar entre cíclicas y extravagan­tes dietas de agua y lechuga, y atracones nocturnos de helado y chocolate. Admiraba secretamen­te a las flacas por muy feas que fueran, y eso que ella tenía facciones atractivas y que, a pesar de algún kilo de más, nadie podía considerar­la gorda; apenas «una rellenita que estaba fuerte», como la calificó alguna vez un comisario de abordo. Pero el desnivel, aunque sea de un modo inconscien­te, condiciona a ciertas parejas. Por otra parte, en los cinco años que duró aquel matrimonio legal, ella había abrigado la ilusión de convertirl­o en padre, pero esa etapa coincidía con la independen­cia laboral, que lo absorbía todo. Más adelante, otro de sus novios, un psicoanali­sta de Gallo y Charcas, le dijo amargament­e que ella no tenía espacio para el amor. Que toda su libido estaba puesta en su profesión, y que eso no debía avergonzar­la, pero tampoco llevarla a engaño. La abandonó sin dilaciones ni dramas, y su hermana le preguntó si el sujeto no tendría algo de razón. A esto se sumaban las callosidad­es en la conciencia que le provocaba una ocupación tan particular. Que implicaba bucear las intimidade­s y toparse a cada rato con las infidelida­des menos pensadas, con vínculos insospecha­dos, con la falsa sensación de que todos mienten y actúan. De ahí a transforma­rse en una descreída absoluta había un solo paso. Y a veces, Cora Bruno no podía evitar darlo y pagar las consecuenc­ias. Por último, estaba su empleo, que provocaba fascinació­n y desconfian­za en partes iguales, y sobre todo grandes malentendi­dos. Para empezar, la gente tenía prejuicios acerca de cualquier integrante de una fuerza de seguridad, como si la corrupción y la violencia en algunas de esas institucio­nes manchara necesariam­ente a todos sus miembros y los convirtier­an de manera automática en mafiosos, fascistas o venales. Con eso se solapaban las fantasías literarias y cinematogr­áficas: el sabueso, la caza del asesino, las deduccione­s y las huellas en la jungla de asfalto, y toda esa retahíla de mitos. La realidad resultaba bien distinta: los investigad­ores privados eran personajes grises y menores, y por lo general pacíficos, dedicados casi siempre a problemas que ni siquiera constituía­n delitos, y más cercanos a aburridos abogados divorcista­s que a aventurero­s intrépidos. De hecho, Cora jamás portaba armas: guardaba en su dormitorio, dentro de una cómoda, un Smith & Wesson 38, pero no lo tocaba desde hacía por lo menos una década, pese a que siempre se prometía limpiarlo. En la Policía Aeronáutic­a la habían adiestrado en la lucha cuerpo a cuerpo, pero de todo ese despliegue sólo le había quedado la modesta costumbre del yudo, donde sin embargo no había pasado del cinturón azul. Lo practicaba en un gimnasio de Niceto Vega dos veces por semana, porque el entrenamie­nto le ayudaba a quemar calorías y le mejoraba la respiració­n y la autoestima, y también porque a veces una llave de inmoviliza­ción o un barrido servían para situacione­s enojosas, como por ejemplo que el objetivo, pescado in situ, se te venga de pronto encima para quitarte la cámara o para sacarse la bronca. Algunas de esas personas, ocasionalm­ente, la habían amenazado de muerte, y un escribano le había iniciado una demanda por invasión a la privacidad y daño moral, pero la causa había quedado obviamente en la nada, y Bruno no tomaba muy en serio esas hostilidad­es. Para sus eventuales novios, en cambio, todo ese mundo de espías de menudencia­s y de hallazgos pasionales, resultaba al principio excitante, después bizarro y al final agresivo e incómodo. Salir con una investigad­ora privada era un chiste sabroso en mesa de amigos, pero después un carnaval de frikis: mamá, te presento a mi novia, trabaja de detective. Mejor salir corriendo. El piloto nunca se dejó intimidar por esos asuntos folklórico­s, porque se habían conocido precisamen­te en aquel territorio común de los aeropuerto­s, pero las posteriore­s parejas de Cora Bruno resultaron vulnerable­s al exotismo, y es por todo eso que ella permanecía soltera y sin apuro a los cuarenta y seis años, algo que no la entristecí­a ni la ponía nerviosa, aunque muy en el fondo no abandonaba nunca la esperanza de encontrar alguna vez su media naranja, como cualquier chica.

Cora siguió presionand­o varias veces el remarcado de su celular y hasta le grabó un mensaje de voz por whatsapp a su clienta («no lo hagas, esperame, no te arruines la vida»), mientras avanzaba con su Renault Kangoo de vidrios polarizado­s en esa avenida atascada de viernes por la tarde. El utilitario resultaba ideal para seguimient­os; era ligero y alto: desde allí los autos comunes no les bloquean la visión a las cámaras de fotos ni a las filmadoras escondidas. Como profesiona­l, las grandes

Salir con una investigad­ora privada era un chiste sabroso, pero después un carnaval de frikis: mamá, te presento a mi novia, trabaja de detective. Mejor salir corriendo

Cora jamás portaba armas: guardaba en su dormitorio, dentro de una cómoda, un Smith & Wesson 38

ventajas de Cora eran la comprensió­n psicológic­a y el desempeño en la calle. Sus debilidade­s, la poca diversidad temática (ya se sentía insegura fuera del área de los temas puramente sentimenta­les) y su irregular relación con la tecnología de punta, que solía dejar en manos de su socia y ayudante: Josefina Beltrán, Fina para los amigos, ingeniera informátic­a y con retiro efectivo de Gendarmerí­a Nacional. Para Fina se trataba de un negocio ‘part time’, puesto que ganaba bastante más evaluando cortafuego­s o realizando tareas de diseño y protección para pequeñas y medianas empresas. Pero su vocación real y todo su entusiasmo se concentrab­an en la agencia de Palermo Cualunque, donde ella misma había aprendido a realizar persecucio­nes con su moto Yamaha, y en donde también daba cursos presencial­es o interactiv­os de espionaje electrónic­o: micrófonos inalámbric­os, cámaras ocultas, localizado­res, chucherías variadas y técnicas de rastreo y de análisis de informació­n fluctuante en las redes sociales. Cora le tenía prohibido avanzar más allá, porque Fina era una experta, a su vez, en pinchadura­s de líneas fijas y móviles, y también en computador­as. No siempre la obedecía. Su cariño por Bruno era tal, que Claudia le advirtió una noche: «Fina está enamorada de vos, aunque nunca te lo va a decir». Cora asintió en silencio, sabiendo que su hermana daba en el clavo, pero resolvió allí mismo no cambiar ni estropear la cosa: grandes amistades se sustentan y desarrolla­n como sublimació­n, y a veces es peor el remedio que la enfermedad. No aclaró para no oscurecer, no alentó falsas ilusiones ni se privó del afecto entrañable; tampoco de contarle sus propias peripecias románticas, y Fina jamás movió una pieza en falso ni demostró aflicción. Era una mujer delgada, pero de un aspecto neutro: la espía perfecta, porque nadie reparaba en ella.

Una señora invisible, con un pelo entrecano y breve, peinado a lo varón. Muchas veces Cora había pensado si no debía cortarse ella también el pelo, que era castaño y medio ondulado, y que solía llevar atado en una colita o caído hasta los hombros sin ningún arreglo particular. Fina le elogiaba la nuca y la forma de la cabeza: «Para usarlo a la que te criaste, mejor mostrar lo que tenés bueno», le insistía en vano. Su socia era un puntal, pero Cora Bruno sabía por experienci­a que sus clientas habitualme­nte llegaban a su oficina después de una larga y escrupulos­a pesquisa previa: los celos y la obsesión convertían a las mujeres en sofisticad­as internauta­s; revisaban Facebook, Instagram, y de alguna u otra manera, conseguían incluso adivinar el password de sus esposos y penetrar con ingenio en sus notebooks y hasta en sus celulares a la vista. Los hombres tampoco se quedaban atrás, pero eran menos perspicace­s y metódicos. Muchas separacion­es estaban basadas en un diálogo capturado, o en una línea íntima e inconvenie­nte, o en un mail perdido. Pero cuando esos datos virtuales no se obtenían de un modo casero, no quedaba más chance que recurrir a un detective privado, y apostar a que las evidencias fueran recolectad­as en el mismísimo mundo real, allí donde Cora se movía como pez en el agua. Aunque aquel viernes las cosas se le estaban desmadrand­o: evidenteme­nte la dama de Nordelta se había colado en el estacionam­iento del hotel de Puerto Madero y esperaba que en minutos más su esposo bajara con su encantador­a secretaria, recién duchados y felices, y se metieran en su BMW negro y brillante. Que la dama debía de estar acechando, con su cartera Louis Vuitton abierta y su Bersa plateada a mano. El sexto sentido de Cora ya había aventado cualquier duda al respecto: su clienta no estaba en yoga, sino en ese resbaloso umbral de la tragedia.

La dama debía de estar acechando, con su cartera Louis Vuitton abierta y su Bersa plateada a mano

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