El duende maligno
Nunca me dijeron que había que aceptar de forma acrítica las normas ni que la autoridad de mis maestros era infalible
HAY pocos libros que tengan un comienzo más impresionante que el de ‘El mito de Sísifo’ de Albert Camus. Traduzco de mi vieja edición de páginas desgastadas de Gallimard: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: es el del suicidio. Juzgar si la vida merece la pena ser vivida es responder a la cuestión fundamental de la filosofía».
Todos respondemos afirmativamente a la pregunta en la medida en la que estamos vivos. Cada uno por diferentes razones seguimos respirando cada día. Aunque sea por mero instinto de supervivencia.
El hombre no sólo está condenado a ser libre, como decía Sartre, sino que tiene además que preguntarse por el sentido de la existencia. De ahí surgieron la religión y los mitos que intentan explicar la muerte, el destino y los fenómenos naturales. Pero la vida es esencialmente incierta, sometida a la volatilidad y el azar. Y los cambios son cada vez más rápidos e imprevisibles.
Yo fui un niño educado en una escuela parroquial de Miranda de Ebro en los años 60 en el nacionalcatolicismo. Había un retrato de Franco y un crucifijo sobre la pizarra. El maestro nos leía la Biblia y eran obligatorios el ángelus, la misa y el rosario diarios. Fuimos creciendo en el temor al pecado y al castigo divino. No sólo lo que hacíamos sino también lo que pensábamos estaba bajo el escrutinio de Dios. Nuestro camino parecía definitivamente trazado por los dogmas de una religión que aseguraba la salvación del alma.
Pero ese mundo de certidumbres se derrumbó al final de la adolescencia y el comienzo de los estudios universitarios. En mi caso, la lectura de Descartes y de Teilhard de Chardin, dos pensadores católicos, me llevaron a hacerme una serie de preguntas que me hicieron dudar de mis creencias.
La hipótesis cartesiana de un duende maligno que podía extraviar nuestros pensamientos me perturbó. Y hubo un momento en el que comencé a creer que había vivido en una especie de sueño y tenía que repensar todas mis convicciones.
Nunca sentí la perdida de mis seguridades religiosas como una ruptura con mi educación católica ni como una traición a mis raíces familiares. Por el contrario, era consciente de que precisamente los valores que me habían inculcado en la escuela y en mi casa me impulsaban a buscar respuestas a las preguntas sobre el sentido de la vida.
Nunca me dijeron que había que aceptar de forma acrítica las normas ni que la autoridad de mis maestros era infalible. Fue la propia reivindicación de la racionalidad que latía en aquella enseñanza tradicional y humanística la que me empujo a emprender un camino propio. Si llegué a Camus, fue a través de aquella educación que, a pesar de sus proclamadas certezas, me enseñó que cada hombre tiene que asumir el reto de encontrar su sitio en el mundo.