Retrato de un genio guasón en gira
Los integrantes del Sexteto de Paco de Lucía relatan la intrahistoria de la mítica formación, plagada de creatividad y cachondeo
Para muchos, la historia reciente de la música española empieza con el disco ‘Solo quiero caminar’ (1981). «Ahí empezó todo», apunta el cantaor Segundo Falcón. Para otros, los que protagonizaron la hazaña, aquel álbum fue más bien una conclusión: «Veníamos de girar y decidimos grabar lo que habíamos creado en directo, que era muy novedoso», comenta Jorge Pardo, encargado de los vientos. El Sexteto de Paco de Lucía, una danza de músicos que alrededor de las décadas van y vienen, así como instrumentos, acordes y técnicas que se incorporan por siempre a lo jondo, modificó la estética y el fondo de toda una cultura.
Por un lado, abrió la bajañí de concierto al mundo. Actuaron por las plazas más destacadas del planeta. Robaron el cajón peruano para convertirlo en flamenco, con Rubem Dantas al golpe. Popularizaron el bajo eléctrico, colocándolo en un primer plano. También la flauta, el saxo y, más tarde, la armónica. Desarrollaron la pátina de improvisación que había comenzado con el encuentro jazzístico con Al Di Meola y John McLaughlin. Instauraron la disposición en semicírculo sobre el escenario que quedó como canónica y, en definitiva, esculpieron el gran espectáculo que sirve de guía para el puñado de artistas que fueron partícipes y hoy presumen de ello.
El mundo interior del Sexteto es un espacio privado de creatividad y cachondeo. Una estrofa viva de miles de kilómetros que, como un ciclón, transforma lo que toca. Hoteles, risas, espanto, teatros y éxito con escasos pentagramas.
Tormentos y bordones, en realidad. Guitarras que trocan cuerdas por cadenas y exigencias ‘juanramonianas’ que condenaron al de Algeciras al perfeccionismo supremo. Tal vez por eso hubo de alimentar de humor los periplos. Su búsqueda también fue la del alivio.
A la estela de ‘Entre dos aguas’ y con ‘Almoraima’ aún caliente, Paco de Lucía empezó a armar su sexteto, una formación con inminente carácter rítmico que en un principio se decantó por la rumba. «Todos no éramos flamencos, pero teníamos las manos preparadas para aprender, así que no nos costó entrar en la bulería y el resto de palos allá por los 70», comenta Carles Benavent.
Con ‘Monasterio de sal’ se estrenó él con su guitarra china. «Así llamaba Paco al bajo después de que unos aficionados le dijeran que eso era cosa de chinos. ‘A la guitarra china, Carles Benavent’, me presentaba. Él bromeaba con mi acento, mi sonora ‘l’. Yo con que si no le daba vergüenza ser el mejor guitarrista flamenco del mundo e ir por ahí rodeado de catalanes, conmigo, Duquende, Cañizares… Así estábamos todo el día: entre amigos. Ramón de Algeciras, su hermano mayor, diciéndole que tocase más solo en los conciertos, que la gente quería eso… Y él haciendo que Jorge Pardo y yo rivalizásemos, porque teníamos la misma edad y estábamos levantando a la par nuestras propias carreras. Fuera de las bromas, es el mayor profesional que he conocido. El más exigente».
Paco, de pronto, para entretenerse con sus rostros, iba y le decía a uno: «Pues no te crees que me ha pedido el doble de dinero para la próxima gira. Se lo he tenido que dar. Qué tío». Y el otro, claro, se quedaba con el runrún: que también quería.
Las críticas en su propio país provocaron que la mayor parte de sus conciertos se celebrasen fuera. «A él le dolían los malos comentarios, pero su rumbo estaba muy por encima de eso. Lo tenía claro. La Bienal de Sevilla le incomodaba especialmente, porque decía que algunos iban al teatro con la mala crítica ya escrita. Nuestras giras por España no eran tan largas, en parte, por eso», recuerda Pardo.
Aquel primer grupo fue variando. «Cuando decidí salir a finales de los 90, le recomendé a Antonio Serrano», explica Pardo. «Al enterarse de que tocaba la armónica, me acusó de que lo queríamos hundir. Después entró e hizo carrera», se ríe. «Algunos nos fuimos yendo y él buscó a otra gente. Otros caminos. Dos meses antes de su muerte estuve con él recuperando tiempo perdido por las distancias abiertas. Al menos tuve esa suerte. Él quería reunir al primer Sexteto, algo que nunca llegó a suceder».
La llamada
Los artistas que se fueron adhiriendo a esta compañía que hacía más de cien conciertos anuales, recordarán por siempre la llamada de Paco. Así la tiene grabada El Farru: «‘Hola, soy Paco’. Qué Paco. ‘Paquito el Chocolatero’. Y por la risa lo reconocí... Fue la más importante que me han hecho. Debuté en Sarajevo en 2010. ¿Quién iba a ir a vernos allí? Pues 3.000 personas. Él me enseñó a dar el 100%. Perfeccionó mi manera de medir el tiempo y mi propio baile, porque de él no solo beben los guitarristas, también los cantaores, bailaores y casi todo el pop español. A veces, aunque ni ellos lo sepan».
Una vez lo pasó francamente mal el nieto de Farruco. El Spoleto de Italia, gran escaparate de la danza, lo contrató. La cita coincidió con un concierto del Sexteto y se vio obligado a llamar a su primo, El Barullo, para que lo sustituyera. Cuando le preguntó a Paco qué tal había estado, este no dudó: «Mira, Farru, medio Berlín ha terminado coreando su nombre. Es más, su éxito ha sido tal que siento decirte que no voy a poder contar más contigo. Tu primo es un genio. Muchas gracias». «Si usted lo ve bien así…», respondió El Farru, acordándose de la madre del Spoleto. «Ven, niño, que te he echado de menos».
El público identifica en la obra del Sexteto una transgresión lúcida, radicalmente bella y de una calidad que hemos de reiterar para esclarecerla. A ese Paco metiéndole una caca de perro en la chaqueta a Manuel Mairena y celebrando goles en una gira por California con Rafael de Utrera de centrocampista y él de delantero lo conocemos menos. Fue un ser, afirma Jorge Pardo, «divinamente contradictorio». Ya lo apuntamos: tormentos y bordones entre un montón de carcajadas.
Hoteles, risas, espanto y éxito rodearon sus más de cien conciertos anuales