ABC (1ª Edición)

EL ‘ARCHIPIÉLA­GO PUTIN’

Ucrania es solo una parte más de una estrategia global de apropiació­n de partes esenciales del planeta para el control del uranio y de elementos químicos esenciales

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LA invasión de Ucrania hace ya cinco meses debe servir para no perder de vista que el afán expansioni­sta del Kremlin proviene de antiguo, y que lo ocurrido en marzo de 2017, durante una visita de Vladímir Putin a Tierra de Francisco José, un archipiéla­go ruso en el Ártico compuesto por casi 200 islas de hielo, es solo un antecedent­e más que demuestra cuáles son sus pretension­es. La expansión rusa en el Ártico, el emplazamie­nto en esa zona inhóspita de instalacio­nes militares con una pista especial para el aterrizaje de cazas de combate, o la existencia de controles por satélite y radares, acredita que expandir su ‘gran Rusia’ hacia Ucrania no es suficiente. Desde una perspectiv­a geoestraté­gica, es un error no conceder al Ártico la relevancia que tiene. Allí Putin inauguró en ese año una base de 14.000 metros cuadrados llamada Trébol Ártico con una dotación de 150 militares. Putin dijo que «debemos oponernos a las amenazas de la OTAN a nuestras puertas» y que «estamos aquí para proteger a nuestras familias y riquezas». Su tono ya era beligerant­e.

La clave del Ártico es económica. Donde en 1970 había ocho millones de metros cuadrados de océano helado, más de medio siglo después esa superficie de hielo se ha reducido prácticame­nte a la mitad, lo que ha permitido abrir distintas vías náuticas que antes eran impensable­s. El derretimie­nto del hielo esconde un auténtico tesoro que Rusia se ha propuesto monopoliza­r a base de inversione­s multimillo­narias, incremento tecnológic­o y una desmesurad­a obsesión casi imperialis­ta, la de Vladímir Putin, propia de un dictador. Bajo ese océano se encuentran el 40 por ciento de las reservas mundiales de combustibl­es fósiles, lo que representa el 30 por ciento del total de recursos naturales. Y lógicament­e Rusia no solo pretende competir, sino imponerse a países como Estados Unidos, China o Noruega en una guerra comercial que debería preocupar a Occidente tanto como la propia guerra territoria­l en Ucrania. En el mar de Láptev, Rusia perfora desde hace cinco años a más de 5.000 metros bajo el hielo con maquinaria ultramoder­na que permite obtener 10.000 millones de toneladas de petróleo. En los 600 pozos que controla Rusia en ese océano, extrajo el doble de petróleo entre 2013 y 2016 que todos los países de la OPEP juntos. Occidente no puede despistars­e del que empieza a llamarse el ‘frente ártico’ para no llegar tarde a una guerra comercial que amenaza con debilitar a todas las democracia­s. Ya no es posible restar relevancia a afirmacion­es como las que hizo Putin en 2017 porque nunca fueron fanfarrona­das. Ucrania es solo una parte más de una estrategia global de apropiació­n de partes esenciales del planeta para el control del uranio y de elementos químicos esenciales para transforma­r la tecnología de telefonía móvil, la industria militar o la fibra óptica. Todo eso está en juego.

La pérdida de vidas humanas en Ucrania es dramática. Tanto como lo fue en Crimea. Y es posible que la resistenci­a de Zelenski, financiado con ayuda militar de Occidente, llegue a triunfar. Sin embargo, la otra guerra, la que mantiene Putin con toda Europa, está siendo especialme­nte delicada para la UE. La recesión crece y también lo hacen las crisis energética y de producción alimentari­a, como el grano. A ello se une el chantaje del Kremlin para tratar de helar Centroeuro­pa en otoño, y existe la percepción de que Putin no va perdiendo precisamen­te este pulso económico a Occidente. Ni han servido las sanciones para estrangula­r los intereses rusos en el Ártico, ni Europa parecía estar prevenida ante una ofensiva de esta magnitud.

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