Memoria sin rencor
«Las energías de concordia han mutado en vapores de discordia y la polifonía que se armoniza en el acuerdo en cacofonía de trincheras con rumores guerracivilistas. En Madrid, un Gobierno socialista pergeña, junto a sus socios comunistas e independentistas, una memoria de la revancha; en Barcelona, la Generalitat ‘republicana’ y la alcaldía desprecian al Rey. En la España del nacionalpopulismo no habría olimpiada de Barcelona. Ni Expo de Sevilla. Solo rencor»
SI a la muerte de Franco se hubieran aplicado las consignas de quienes hoy tildan la Transición de ‘régimen del 78’, España habría reeditado el enfrentamiento del 36: la democracia, como tantos episodios de la crónica española, habría quedado en nonata. Si a la muerte de Franco se hubiera impuesto la política aldeana de vuelo gallináceo que hogaño padecemos el verso de Gil de Biedma devendría en eterno epitafio: «De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque termina mal».
Por fortuna, hubo otras épocas en que el sectarismo de la mal llamada ‘memoria histórica’ no coartó la convivencia. Pongamos un ejemplo, en el treinta aniversario de los Juegos del 92 en Barcelona. Juan Antonio Samaranch y Pasqual Maragall: un franquista y un antifranquista. El 17 de octubre de 1986, Samaranch, presidente del COI, traje cruzado azul marino, abre un sobre –«un petit moment»– y otorga la XXV Olimpiada «a la ville de Barcelone, España».
El barcelonés que dejó su ciudad entre pancartas de ‘Samaranch fot el camp’ (’Samaranch lárgate’) brinda un momento estelar a Barcelona, Cataluña y España. La comitiva olímpica de Lausana es felizmente diversa: Pasqual Maragall, Alfonso de Borbón, Josep Lluís Vilaseca, Leopoldo Rodés, Josep Miquel Abad y Felipe González.
Culminaba así una historia que comenzó un sábado de julio de 1979 en el despacho de Narcís Serra. El franquista Samaranch comunica al alcalde surgido de las primeras elecciones democráticas desde 1939 que opta a presidir el Comité Olímpico Internacional: «Lo que voy a decirte ahora quedará como si nunca lo hubiera dicho: si soy elegido presidente y tú ofreces Barcelona para celebrar los Juegos Olímpicos de 1992 te garantizo que se harán aquí».
Falangista, concejal, delegado nacional de Deportes, procurador en Cortes, consejero nacional del Movimiento, presidente de la Diputación, Samaranch parecía irrecuperable para la democracia. Tras la fallida fundación de un partido conservador –Concordia Catalana– lo envían a la embajada de España en la URSS. El destino suena a purga por cuarenta años de retórica anticomunista: aquel ‘Rusia es culpable de Serrano Suñer’, bandera de enganche de la División Azul.
El 18 de julio de 1977, ironías del destino, Samaranch aterriza en Moscú. Tres años después, 16 de julio de 1980, es presidente del COI. «Es una satisfacción que uno de sus ciudadanos haya sido elegido para tan importante cargo, pero lo que realmente nos gustaría es que algún día Juan Antonio Samaranch pudiera presidir unos Juegos Olímpicos en Barcelona», declara Serra. «Acepto el reto», contesta el presidente olímpico desde la capital rusa.
Cuando Samaranch proclama la victoria de Barcelona sobre París –en francés para más inri– Maragall ocupa la alcaldía: Serra pasó en 1982 al Ministerio
de Defensa del Gobierno socialista.
Los miembros de la candidatura reponen fuerzas en el hotel de la Paix. El recepcionista anuncia una llamada de la Casa Real. Maragall corre a la cabina. «Señor… Hemos ganado. Barcelona por España». Juan Carlos lo festeja con un deportivo «Barcelona, oé, oé, oé». Maragall nunca lo olvidará: «Fue maravilloso comprobar que el Rey se sentía tan feliz como yo. Fue sensacional. Inolvidable».
De retorno a Barcelona, con décimas de fiebre, el alcalde se abriga con una holgada gabardina negra y brinca cual roquero ante la ciudadanía congregada en la avenida María Cristina de Montjuïc. Simbólico enclave. La fuente mágica de la Exposición de 1929: «Lo que es bueno para Barcelona es bueno para Cataluña. Lo que es bueno para Cataluña es bueno para España», proclama.
En el proyecto olímpico no sobra nadie. Los poderes públicos y la sociedad civil van de la mano: el consejero delegado del COOB, Josep Miquel Abad, viene del PSUC (comunista). Carlos Ferrer Salat y Leopoldo Rodés, con su Asociación Empresarial Barcelona Olímpica 92, aportan casi mil millones. Con Samaranch y Maragall en Barcelona nace la Marca Barcelona. Marca no solo como eslogan. Marca como tierra impura de paso.
El socialista Maragall, nieto del poeta Joan Maragall, estudió como Jordi Pujol, en la catalanísima escuela Virtèlia y compartieron profesor de oratoria. Como Pujol, Maragall habla idiomas (su madre era profesora y traductora de inglés y su padre, Jordi, nieto de británicos).
Pujol se diferencia de Maragall en el nacionalismo católico y la reducción de la catalanidad a la lengua: «En casa existía una mezcla entre catalán, castellano, andaluz, por los orígenes de Jerez de la Frontera y por haber estudiado mi madre en Madrid, al mismo tiempo que hacíamos servir el inglés», confesará Maragall.
El alcalde encarna la ciudad liberal y cosmopolita. Pujol, el ruralismo carlista que acabará impulsando el proceso secesionista. Maragall potencia la Corporación Metropolitana de Barcelona. Pujol la suprime en 1987: es la ‘dictadura blanca’ del nacionalismo que denuncia Tarradellas.
Juan Antonio Samaranch Torelló falleció el 21 de abril de 2010 a los 89 años. Pasqual Maragall Mira, que en 2007 declaró que padecía alzhéimer, le recordó con afecto: «Se me hace difícil hablar en pasado de Juan Antonio Samaranch, con quien tantas vivencias he compartido durante años. Su trayectoria ha ido de la mano de dos obsesiones: el deporte y la ciudad de Barcelona; sin olvidar su paso por la política, especialmente su aportación desde la presidencia de la Diputación de Barcelona en la Transición. Un hombre que salió del régimen anterior y capaz de ser uno de los impulsores del cambio, no solo deportivo, sino ciudadano, tenía que ser un hombre muy especial… A mí, desde hace mucho tiempo, me quedan dos imágenes de Samaranch por encima de todas: la del 17 de abril de 1986 cuando abrió el sobre y, con satisfacción, autocontenida, dijo: «A la ville… de Barcelona», y la del 9 de agosto de 1992 cuando, sin contenerse, clausuró los Juegos Olímpicos proclamándolos como los mejores Juegos de la Historia. Gracias Juan Antonio».
Samaranch regaló al consistorio barcelonés una escultura de Joan Mora. Maleta de piedra negra con una inscripción en la base: «El presidente del Comité Internacional Olímpico, J.A. Samaranch. A su ciudad en recuerdo de los Juegos de la XXV Olimpiada». La alcaldesa Colau y su lugarteniente Pisarello quisieron enviar al almacén municipal aquel símbolo del denostado ‘régimen del 78’.
Las energías de concordia han mutado en tóxicos vapores de discordia y la polifonía que se armoniza en el acuerdo en cacofonía de trincheras con rumores guerracivilistas. En Madrid, un Gobierno socialista pergeña, junto a sus socios comunistas e independentistas, una memoria de la revancha; en Barcelona, ambos lados de plaza San Jaime, la Generalitat ‘republicana’ y la alcaldía desprecian a Felipe VI.
En la España del nacionalpopulismo no habría olimpiada de Barcelona. Ni Expo de Sevilla.
Solamente rencor.