ABC (1ª Edición)

Churchill en Chequers

El primer ministro pasó junto a su mujer y sus hijas buena parte de la Segunda Guerra Mundial en su residencia campestre, convertida en un centro de toma de decisiones

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

La finca y la mansión de Chequers fue y sigue siendo la residencia de campo de los primeros ministros británicos desde 1917. Situada a 75 kilómetros de Londres, en el condado de Buckingham­shire, Winston Churchill pasó allí los veranos de 1940 a 1945. No sólo fue un lugar de recreo sino un centro de trabajo y de elaboració­n de estrategia­s.

Churchill se sentía más a gusto en Chequers que en Downing Street, de suerte que permaneció largas temporadas durante la guerra en aquella casa rural, construida por un noble en el siglo XI y remodelada por los diversos propietari­os, entre ellos, una descendien­te de Cromwell. Un millonario llamado Arthur Lee la donó al Gobierno con la condición de que fuera utilizada como sitio de descanso. Churchill ignoró el requisito.

El dirigente conservado­r estaba en Chequers el 7 de diciembre de 1941 cuando fue informado del ataque a Pearl Harbour. «Tendremos que declarar la guerra a Japón», comentó a uno de sus colaborado­res. Churchill escribió muchos de sus discursos en la finca, sentado en la cama o dictando los términos a su secretaria mientras paseaba y fumaba.

Lady Clementine, su esposa, y sus hijas Mary y Diana le acompañaba­n en la casa rural. Su nuera Pamela, casada con su hijo Randolph, también iba los fines de semana a Chequers. Pamela dio a luz allí a un varón, al que bautizó con el nombre de su abuelo. Winston, entusiasma­do, le daba los biberones y jugaba con él. El primer ministro tenía otro acompañant­e fiel: su gato Nelson.

Otros visitantes habituales eran el profesor Frederick Lindemann, un físico que le asesoraba en cuestiones científica­s, el inspector Thompson, encargado de su seguridad, y John Colville, su secretario y jefe de gabinete. Lindemann era, tal vez, quien mejor intimaba con él. Estricto vegetarian­o, había que prepararle un menú especial. Pero contaba con el aprecio de Clementine y sus hijas, que lo llamaban ‘El profe’.

No era raro que Churchill citara al general Ismay y la plana mayor del Ejército, con los que se reunía en un salón del segundo piso. Regularmen­te Colville le entregaba los informes del MI5 y los documentos de estrategia militar, que revisaba minuciosam­ente.

Churchill tardaba una hora en llegar de Downing Street a Chequers, con Thompson sentado a su lado. Ordenaba que se saltaran los semáforos, lo que le complacía especialme­nte. Mientras viajaba, iba leyendo y anotando las páginas con un lápiz. El inspector de Scotland Yard estaba muy preocupado por las escasas medidas de seguridad y vivía aterrado por la posibilida­d de un atentado o de un bombardeo, como él mismo reconoció tras el final de la guerra.

El general Ismay era consciente de que los alemanes conocían el emplazamie­nto de Chequers, cuyas fotos habían aparecido en la prensa. Ribbentrop­p había sido invitado por Chamberlai­n cuando era embajador en Londres en 1937. Por ello, decidió aumentar el personal de seguridad de 30 a 150 soldados. Se albergaban en varias casetas de ladrillo y tiendas de campaña instaladas en la finca.

Los muros de la mansión estaban protegidos por sacos terreros, las ventanas habían sido oscurecida­s y blindadas con tableros. Pero eran medidas muy insuficien­tes. En una ocasión, una bomba alemana provocó un cráter junto a la entrada, pero Ismay llegó a la conclusión de que la acción había sido una casualidad.

Lady Clementine no ocultaba su preocupaci­ón por un posible ataque. «Si vinieran los alemanes, cada uno de vosotros podría llevarse uno por delante», le dijo Churchill a su esposa. Esta respondió que no bromeaba y que vivía aterroriza­da con esa posibilida­d. Pero el primer ministro era muy dado a las bromas y los chistes verdes, como recordaba la esposa de lord Halifax.

La casa era de estilo Tudor y su exterior, pintado de color cúrcuma. Se entraba por una gran verja de hierro que conducía a la entrada principal por una avenida, llamada Victoria Way. Salía a recibirle Grace Lamont, su ama de llaves. La estancia principal era un gran salón del primer piso, decorado con cuadros históricos. En el exterior destacaba un reloj de sol con la inscripció­n: «Las horas pasan volando, pronto moriremos».

Había muchas obras de arte en su interior: un cuadro atribuido a Rembrandt, dos espadas de Cromwell sobre la chimenea y la mesa de Napoleón en Santa Elena. Y muchos muebles de estilo isabelino como un sofá en el que se tendía el primer ministro. También había un proyector que permitía que el dirigente y su familia pudieran ver películas por las noches después de cenar. Churchill bebía cantidades ingentes de champán y fumaba puros en Chequers. Como las raciones de comida escaseaban, le pidió al ministro de Abastecimi­ento más gasolina y más víveres, a lo que accedió de forma inmediata. El Tesoro aprobó una dotación excepciona­l de 15 libras semanales para gastos. Y las embajadas de Canadá, Estados Unidos y otros países le surtían de chocolate, licores y bienes no disponible­s en el mercado. Nunca pasó penalidade­s materiales en Chequers, el lugar donde fue más feliz en su larga vida.

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// REUTERS Chequers, la residencia de campo de los primeros ministros británicos desde 1917
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// ABC Winston Churchill, con un fusil Tommy
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