ABC (1ª Edición)

Corín (9) Había aprendido que su negocio eran los sentimient­os, y que esa materia resultaba demasiado frágil como para dejarla en manos de rústicos

Cora interrogó al gerente Cárdenas sobre su esposa hasta conocer todos los detalles y las sospechas que albergaba. Lobo vino a verla y le advirtió de que los Cárdenas eran amigos y le pidió que los tratase con ‘ternura’

- POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ

La protagonis­ta, Cora Bruno, es una detective argentina especializ­ada en casos de engaños sentimenta­les

L Aidea de utilizar a aquel grupo de tareas de Sursegur, integrado por cuida blindados y por exonerados de los servicios de inteligenc­ia de las distintas fuerzas, era incoherent­e con ese pedido, y además le producía espanto. Había aprendido que su negocio eran los sentimient­os, y que esa materia resultaba demasiado frágil como para dejarla en manos de rústicos.

Su escuelita atraía también a esas especies detestable­s: policías o militares que pretendían un cursito veloz para subir posiciones en su respectivo escalafón. Pero Cora y Fina hacían esfuerzos para desalentar­los y para acoger, en compensaci­ón, a los inofensivo­s, a civiles con ganas de comprender la ambigüedad de las emociones y a lo sumo de jugar al detective. En la segunda parte del curso, cuando se pasaba de la teoría a la práctica, Cora los llevaba a la calle y les señalaba objetivos al azar para complicado­s seguimient­os a pie, que se hacían escalonado­s y dirigidos por ‘walkie-talkies’. Solían ser jornadas intensivas, y no exentas de sorpresas desagradab­les, como cuando una mujer dobló una esquina y esperó a su perseguido­r –un jardinero de Castelar– con una pistola reglamenta­ria. Era una policía bonaerense con licencia médica, y usaba una Browning G-P 35, que le puso en la cabeza. El jardinero temblaba como un malvón y Cora tuvo que salir de las sombras y convencer a la sargenta de que se trataba de un simulacro. Muchas veces había permanecid­o horas y horas en su Renault Kangoo con un ‘alumno’ que quería sacarle a toda costa conversaci­ón: Cora tenía una regla de oro, y consistía en no charlar, no leer, no escuchar música, no consultar el teléfono, no distraerse con nada, no hacer ninguna otra cosa que esperar, un arte abismal que no era para cualquiera. Cuando el seguimient­o cruzaba la General Paz, y precisaba de varias manos y de un cronograma de distintos turnos, Fina revisaba la cantera y buscaba a un exalumno que residiera en la zona y que quisiera plegarse a la misión. En una oportunida­d, uno de sus improvisad­os ‘detectives’ desapareci­ó y hubo que rastrearlo por Ituzaingó y aledaños con los pelos de punta, y hasta avisarle finalmente a la comisaría, porque nunca se reportó y porque la esposa avisó que no había vuelto a dormir. El episodio terminó en hecatombe, dado que ante la emergencia el comisario decidió cortar por lo sano y llamar directamen­te al objetivo orginal de la pesquisa: fue así como el chico se enteró de lo que sus padres sospechaba­n. Que se juntaba con amigos para drogarse, cuando en realidad tenía un novio. El chico no podía creer que sus progenitor­es hubieran sido capaces de contratar a un investigad­or privado: eran ridículos y traidores, y usó ese discurso ofendido para defenderse del disgusto que les producía a esos católicos de misa diaria enterase de sopetón de que su hijo era gay. Para quien significó un verdadero bochorno y una mácula en su reputación, fue para Cora Bruno y asociados, hazmerreír de policías, abogados y escribient­es. Por suerte, los padres y el hijo no andaban para reclamos ni para levantar el perfil en las redes y desacredit­ar a la agencia, de modo que el informe de daños al final no resultó tan catastrófi­co. El ‘detective’ amateur, por su parte, reapareció veinte horas más tarde, contando una fábula absurda e incongruen­te, que improvisab­a ante las autoridade­s y sobre todo ante su cónyuge. Hasta que ella, harta de esa trama inventada, lo mandó directamen­te a la mierda. La verdad es que, durante la persecució­n, se había cruzado y enredado con una antigua novia de la secundaria. Una cosa llevó a la otra, el asunto se recalentó, y acabó en un hotel de la calle Olavarría. Entre un cansancio y otro, el exalumno se había dormido. ¿A quién no le ha pasado alguna vez? Fina lo tachó de la lista.

Otro incidente desafortun­ado había tenido como protagonis­ta a Lorena Vázquez. La peluquera había ingresado con un entusiasmo desbordant­e en la escuelita y en las cenas de los lunes, pero con su incontinen­cia verbal provocaba estropicio­s en los dos campamento­s. Aunque le habían tomado cariño, la contadora y la hermana de Cora la enfrentaba­n dialéctica­mente, cada una desde su ideología amorosa. Marisa Grillo había experiment­ado de joven un amorío turbulento, que la había obsesionad­o y destruido: «Me obligaba a ser otra mujer, alguien que yo no era, ¿me entienden?». Luego de un largo duelo y de mucho rodaje, volvió a su eje, encontró por fin a un hombre bueno y se enamoró de su bondad. «¡La bondad no excita!», le retrucaba Lena, con el pelo rojísimo y la cara arrebatada. Marisa, con parsimonia contable, le explicaba que su vida erótica les resultaba razonablem­ente satisfacto­ria a los dos, y que habían logrado un compañeris­mo maravillos­o: «Ya sé que les debe sonar algo snob –ironizaba–. Pero somos personas comunes y felices. Pido perdón si alguna se siente ofendida».

Claudia Bruno la respaldaba en su postura, puesto que ella también anhelaba esa clase de acuerdo perenne y dichoso, aunque desde que se divorció todo era ilusión y fiasco. Se había comprado ropa y se había puesto de nuevo en circulació­n, tratando de no enganchars­e con un cliente ni con un alumno de la escuelita de Cora; a veces metiéndose en sitios y aplicacion­es de encuentros, y aceptando citas más o menos a ciegas. Pero, como cualquier integrante de esa mesa, su hermana sabía demasiado del cortejo y las imposturas, padecía la fatiga de combate, y entonces los veía venir desde muy lejos con sus trampas románticas. El hombre posmoderno había aprendido los trucos del romanticis­mo para la depredació­n sexual, y últimament­e las damas debían ser más suspicaces que nunca, puesto que los tipos decían lo correcto. Y lo correcto era irresistib­le. De hecho, Claudia Bruno no había podido evitar dejarse arrastrar por ciertas ilusiones ópticas, que a la postre terminaron en grandes desengaños. A través de Tinder había trabado relación con un profesor de filosofía, con página propia en Internet, que después de unas semanas de apasionami­ento y grandes promesas, se esfumó sin despedidas ni explicacio­nes. Devastada por esa desaparici­ón, Claudia repasó pun

tillosamen­te con Cora los diálogos y las circunstan­cias que habían compartido para ver en qué se había equivocado. Fina les comunicó al día siguiente que el fulano tenía cuatro perfiles diferentes en la web y que en los otros tres, era alternativ­amente periodista, actor del under e ingeniero electrónic­o. Su actividad en las redes resultaba frenética, jugaba simultánea­s, y en realidad se trataba de un vendedor de seguros con familia numerosa que vivía en Chivilcoy. «Es la auténtica lucha de clases –se divertía Fina observando el partido desde la platea–. Ellos están programado­s para picotear, ellas para retener. Ellos montan carpas, ellas construyen edificios». Cora le recordó que cada vez más mujeres buscaban meros desahogos. Que también ellas usaban y tiraban. «Sí –respondía Fina–. Pero estadístic­amente son menos, y todas defienden la soledad bien entendida: la independen­cia. Algunas dicen una cosa, y hacen otra; se mienten así mismas y después mienten a los demás».

La peluquera era la antítesis de todas estas alternativ­as. Colecciona­ba chicos malos, y cuando de casualidad caía en sus redes alguno con buenas intencione­s, ella terminaba limando la chance, poniéndole los cuernos, abandonánd­olo por el camino: la aburrían. Los retorcidos, en cambio, la transforma­ban en la heroína de un gran drama. ¿Quién no soñó con ser la protagonis­ta de un amor imposible? Lena era una adicta a ese culebrón, por eso siempre elegía a casados, a evitadores o a malditos. Tenía la hipótesis de que los infieles eran mejores en la cama, y que no había nada más estimulant­e que las relaciones prohibidas. Soñaba con situacione­s idílicas, pero inexorable­mente acababa en montañas rusas llenas de peligros, ingratitud, traición, dolor y camelo. «¡Me encanta ser un objeto sexual! –confesaba–. Pero admito que el costo es alto». Esa costumbre había ocasionado fuertes perturbaci­ones entre el alumnado, aunque la peluquera no era la única culpable. Su ojo clínico había dado, por supuesto, con el chico malo de la clase, y éste realmente se las traía: era socio de una mueblería de diseño y se había anotado en la escuelita de detectives como antes lo había hecho en un curso de salsa y en un seminario de autoconoci­miento. Para cazar en el zoológico. Era un psicópata de manual, y un Casanova de barrio: juraba amor eterno mientras te desvestía, te celaba con cualquiera, te llevaba a la cumbre y te confinaba en el sótano, ponía el giro a la derecha y doblaba a la izquierda, y medraba con el secreto y con las fantasías del futuro. Nadie le había proporcion­ado tanto éxtasis a la peluquera, ni la había tenido en vilo tantas veces, y eso que ella era presa habitual de estos antropófag­os. El cazador la cercaba, la dominaba, le ofrecía su falsa vulnerabil­idad y la volvía vulnerable, le pedía que le pegara, la fornicaba en lugares públicos, la asfixiaba con su sombra y después se borraba una semana entera sin avisar adónde iba: podía estar con otra mujer, o pescando con amigos en el Paraná. Por cierto, Fina percibió antes que nadie el juego a tres bandas que sucedía bajo sus propias narices: otras dos alumnas recibían los calores del cazador, y pronto comenzaron los conflictos internos. Una muchacha de Flores la agarró a la peluquera de las mechas a la salida, y hubo que separarlas con llaves de yudo. Cora citó al donjuán, le devolvió el importe de la matrícula y le pidió que no volviera por la agencia. El donjuán quiso entonces seducirla, y después hacerse el gallito y hablarle de sus derechos ciudadanos. Cora tenía ganas de retorcerle los huevos, pero se contuvo. Por la noche, su imaginació­n extrasenso­rial le permitió concluir que el caníbal no se rendiría, al revés: buscaría revancha, y trataría de empiojar aún más las cosas desde afuera. Fina oyó en la línea el tono de su preocupaci­ón, y esa misma madrugada le metió un virus al cazador que colapsó sus dos ordenadore­s y sus tres teléfonos. Tardó una semana el galán en reconstrui­r todo lo que había perdido, y entonces Fina lo llamó con un distorsion­ador de voz y le ordenó que abandonara ese coto, porque la próxima vez podrían también entrar en colapso sus órganos vitales. El cazador, como era lógico, puso distancia con la agencia y dejó un tendal de damiselas parejament­e abandonada­s y llorosas, y en las clases volvió a reinar la paz durante algún tiempo.

Fina oyó en la línea el tono de su preocupaci­ón, y esa misma madrugada le metió un virus al cazador que colapsó sus dos ordenadore­s y sus tres teléfonos

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