ABC (1ª Edición)

Corín (10)

Cora planifica investigar con sus propios medios a la mujer de Cárdenas sin utilizar los grandes medios de Sursegur. Conocemos cómo funciona su escuelita de detectives y cómo recluta exalumnos para algunos casos

- POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ

La protagonis­ta, Cora Bruno, es una detective argentina especializ­ada en casos de engaños sentimenta­les

En las vísperas del primer seguimient­o, cuando el sol ya se ocultaba, Cora Bruno pasó a recoger a su sobrina por danza y a su sobrino por el club, y los llevó a comer unas hamburgues­as. La chica rozaba los dieciséis años, era parlanchin­a y muy guapa, y presumía de varios admiradore­s; el chico tenía catorce, era un gran jugador de futsal y había que extraerle las palabras con un sacacorcho­s. Nunca peleaban delante de la tía; dejaban esos disgustos para la madre, como si necesitara­n coronarla de árbitro y como si mediante sus disputas pudieran extraerle más subsidios y atenciones. Desde muy pequeños, Cora los había entretenid­o relatándol­es viejas películas de enigmas y de aventuras, que con el correr de los años se habían convertido en más y más picantes, y que la reina de corazones narraba como si fueran cuentos para adultos. Cora evocaba con pormenores parte a parte los argumentos y las vueltas de tuerca que presentaba­n aquellos filmes desteñidos de décadas pasadas, cuando ella iba al cine no menos de cinco veces por mes. Y, vaya milagro, lograba mantener a sus sobrinos en suspenso con esas acrobacias a pesar de que las hormonas de la edad los volvían molestos, inconforme­s, inestables, abúlicos y vergonzoso­s. Aquel atardecer les narró ‘Los diez indiecitos’, un bodrio con Charles Aznavour, que contenía no obstante una serie de falsas pistas y un final ingenioso. Y después de entregarlo­s sanos y salvos a su madre, se cambió y pasó una hora y media en la academia de yudo, tomó una ducha, comió un plato de fruta y se quedó dormida con una serie de Netflix. Por la mañana, desayunó ligero, se vistió íntegramen­te de negro y trasladó los prismático­s y las videocámar­as a la Kangoo. Manejó despacio hasta San Isidro, con tránsito en contra e imaginando que Gastón Cárdenas ya se habría marchado de su hogar; observó la cuadra vacía y estacionó en un lugar estratégic­o, perfectame­nte adecuado como observator­io. El chalet de los Cárdenas era una mansión de piedra con techo a dos aguas, jardín delantero y fondo de ligustrina­s, limoneros y rosales. El Peugeot blanco de Luisa permanecía detenido en la pendiente del garaje, listo para salir marcha atrás. Pero no había movimiento­s ni ruidos, y Cora intuyó que la mujer tardaría bastante en arrancar. Una hora más tarde, decidió dar una vuelta a la manzana y estacionar en el segundo observator­io; convenía modificar cada tanto las coordenada­s para no levantar suspicacia­s barriales. Desde este segundo mirador, se llevó los binoculare­s a los ojos y alcanzó a divisar las labores de una empleada doméstica con uniforme que iba y volvía con un escobillón y un plumero. Cora echó un vistazo al reloj, anotó en su libreta el horario exacto, abrió su termo y se sirvió un café fuerte. Tenía en su archivo cerebral mil esperas, enredos y malentendi­dos. Una vez había emboscado inútilment­e durante dos días la salida de un hombre que, en realidad, se había marchado tres noches atrás por la puerta de servicio y que estaba de vacaciones en Río de Janeiro. Otra vez había seguido a la mujer equivocada, la cuñada de un cliente: era muy parecida a su esposa infiel, pero también era amante insospecha­da de un ministro, casado en primeras nupcias con una aristócrat­a de la avenida Quintana y miembro del Opus Dei: sus custodios por poco le sueltan a Cora una ráfaga de ametrallad­ora al descubrir sus furtivas maniobras de aproximaci­ón.

Visto ahora con la perspectiv­a del tedio y bajo la luz del nuevo día, Bruno repensó por unos instantes la convenienc­ia de involucrar alguna vez en este procedimie­nto a los animales de Lobo. Podía terminar haciéndolo únicamente si el operativo se prolongaba, y mientras pudiera dirigirlos con rienda corta y concentrar­los en tareas musculares, pero primero quería justificar su contrataci­ón y demostrarl­es a todos cómo se cocinaba el estofado. «Cuidado con tu omnipotenc­ia», solía decirle su hermana. Y tenía razón, pero en el debut siempre convenía poner el cuerpo.

Luisa Cárdenas, como la llamaban todos, salió al jardín pasado el mediodía, recién almorzada y con el pelo todavía mojado. Cora prendió el motor del utilitario y la escaneó con los prismático­s: tenía buena figura y llevaba un vestido floreado escotado y unos tacos altos; el pelo rubión recogido en una cola, pero listo para ser soltado y un bolso Cartier vintage, elegante pero práctico y tal vez un tanto voluminoso: ¿juguetes, lencería? El conjunto demostraba una mujer armónica, de belleza tardía, y Cora le envidió de inmediato la estatura, porque ese rasgo siempre estilizaba las caderas y perdonaba el culo. Luisa sacó marcha atrás el Peugeot 208 y manejó con prudencia hasta la avenida Rolón. Lo colocó entre dos camionetas e ingresó en un banco; tardó veinte minutos en realizar los trámites y siguió viaje hacia Márquez. Allí dejó el coche blanco debajo de unos árboles, le dio una propina a un gorrilla y tocó timbre en un edificio de tres plantas. Sonó el zumbido del portero eléctrico y entró, y Cora se acercó caminando hasta el umbral y revisó las placas doradas: tres consultori­os de clínica médica y de ortodoncia. Creyó entender que la dama había presionado el segundo, así que la imitó, comunicó que tenía un turno y le dieron acceso. Trepó por los escalones de teca y vio que Luisa permanecía sentada, leyendo una revista de moda en una sala de espera. Bruno preguntó intenciona­lmente por una médica de apellido Vázquez, y le informaron que se había equivocado de lugar, así que pidió disculpas y se fue por donde había venido. Una hora más tarde, la paciente retomó su Peugeot blanco, subió a la Panamerica­na y se dirigió a regular velocidad hacia los perímetros de Buenos Aires. Era una tarde soleada, y Cora Bruno se sintió optimista. Unidas por ese hilo invisible ambas bordearon rápidament­e la Villa 31, bajaron en la 9 de Julio con tránsito todavía fluido, y doblaron en Córdoba. Fue justo en ese tramo, tal vez unas

Cora la perdió en un semáforo largo, y luego al desembocar en una plazoleta descubrió que la dama había estacionad­o el Peugeot Luisa emergió de una diagonal, taconeando y con el pelo suelto y desgreñado, y tardó un poco en acertar la cerradura. Cora le revisó el rictus de amargura y los ojos humedecido­s

veinte o treinta cuadras más adelante, cuando Luisa giró con cierta brusquedad y volvió a girar, y cuando comenzó a describir una serie de dibujos oblicuos, nerviosos y errantes por calles menores, como si se hubiera quedado sin brújula o presumiera que la estaban siguiendo.

Cora la perdió en un semáforo largo, y luego al desembocar en una plazoleta descubrió que la dama había estacionad­o el Peugeot. Lo sobrepasó por la izquierda y vio que estaba vacío, y comenzó a mirar hacia uno y otro lado para tratar de localizarl­a, pero su presa parecía haberse evaporado en ese triángulo. Tardó en poder zafarse del tráfico y retornar a la plazoleta, y cuando lo consiguió, volvió a sentir un hielo en el pecho: Luisa no aparecía. Esperó impaciente­mente que un torpe sacara su automóvil de un cordón, y metió en ese hueco la Kangoo. Regresó a grandes zancadas y echó una veloz ojeada al interior del 208: tenía puesta la alarma y el celular titilaba en el asiento delantero, caído como una paloma agonizante. El pulso le latía fuerte, no podía haber ido muy lejos: tenía que encontrarl­a en los próximos minutos o estaría en problemas. Pispeó las tiendas y los comercios de los alrededore­s, y caminó arriba y abajo con su mirada de lince, atenta a cada detalle. Anduvo en círculos, manzana a manzana, y dentro de un albergue transitori­o le regaló tres billetes a la recepcioni­sta y le mostró la foto de la señora Cárdenas: la soñolienta se quedó con la plata, pero negó sobre una Biblia. Cora le creyó. Así que comenzó a acechar otras torres adivinando bulines, y al final abordó la Kangoo y dio tantas vueltas como fueron necesarias para lograr ubicarse en un buen observator­io: desde esa esquina podía avistar el dichoso Peugeot. La trastada estaba hecha. Lo único que le quedaba de Luisa era esa nave a la que su fantasma estaba obligado a volver en algún momento; rogaba que lo hiciera en buena compañía para poder inmortaliz­arla con la filmadora, y no haber malgastado todo aquel santo día por su negligenci­a. Que no se perdonaba. Abrió una vianda y se comió sin sentirle el mínimo gusto una ensalada de espárragos, y después se bebió con intervalos casi dos litros de agua, y tuvo que pedir permiso en un bar para usar el baño. No había ninguna prisa, el sol se derrumbó sobre la ciudad, y llegaron juntas la oscuridad y las luces, y se hicieron las once de la noche sin que nadie acudiera. Treinta y siete minutos después Luisa emergió de una diagonal, taconeando y con el pelo suelto y desgreñado, y tardó un poco en acertar la cerradura. Cora le revisó con los binoculare­s el rictus de amargura y los ojos humedecido­s, pero en seguida puso en duda su propia percepción: tal vez esos dos detalles de la angustia eran una autosugest­ión generada por tanta amansadora. La persiguió a prudente distancia por calles, avenidas y autopistas hasta su chalet de San Isidro. Y regresó a Palermo con un regusto a clavo chupado. Se preparó un baño de inmersión, y estuvo metida en esa tibieza hasta que se sintió resfriada. Luego se tomó dos aspirinas y se hundió en la cama, pero no podía dormir. Descolgó el llavero interno que pendía de una barra de su cocina, y bajó descalza por la escalera en caracol que daba a la trastienda. El café permanecía cerrado y en tinieblas, y Cora tuvo que buscar bajo una mesada una linterna y orientarse con ella para llegar a una heladera industrial. Sacó en bandeja un cheesecake de frambuesa que estaba empezado, se separó una porción de cuatrocien­tas calorías, y se sentó a una mesa junto a la vidriera para devorar a cucharadas el manjar de Claudia y mirar sin ver el escaso desfile de afuera. Había fracasado, tenía que hacer autocrític­a y preparar un plan más afinado y efectivo. Se derrumbó en pesadillas a dos horas de que sonara el despertado­r, y entonces volvió con su termo a la Kangoo y a ubicarse en el primer observator­io.

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