¿Los toros en peligro?
«No está libre la fiesta del peligro del propio taurinismo, de las trampas, ardides y alivios que proceden de sus mismos oficiantes y que restan veracidad a la grandeza moral y antropológica de la corrida, exponente de un ritualismo en el que se escenifica ‘coram populo’ una auténtica alegoría de la condición humana, la vida puesta en riesgo en una liturgia sacrificial de hondas raíces seculares»
QUE la fiesta de los toros ha sido a lo largo de muchos siglos la expresión festiva más genuina del pueblo español es un hecho que no admite discusión alguna. Ya Ortega dijo en su día que sin ella era imposible entender bastantes claves de nuestra historia, y García Lorca la definió como la fiesta más culta de todas cuantas se celebran en el mundo de hoy. Estas dos aserciones ilustran muy bien, junto a la obra de Picasso, el fervor suscitado por la corrida en el mundo intelectual y artístico de nuestro país. Sin embargo, a los toros tampoco les han faltado notables detractores, tanto fuera como dentro de la misma España. Han sufrido el acoso de furibundos moralistas, el anatema de bulas papales y hasta virulentas cruzadas en su contra, como la que en las primeras décadas del XX protagonizó el escritor Eugenio Noel, que asociaba la afición a la corrida al flamenquismo, al caciquismo y a otros ‘vicios’ arquetípicos del pueblo español denunciados por los regeneracionistas.
El mismo Antonio Machado, que en su ‘Juan de Mairena’ acabaría por ver en la fiesta de toros una dimensión moral y antropológica de alto nivel y al matador como un sacerdote consagrado a un enigmático culto sacrificial, en su etapa más regeneracionista había abjurado, sin embargo, de la España a la par «devota de Frascuelo y de María», añorado una Sevilla «sin toreros ni gitanos», ridiculizado a don Guido, el señorito urbano amante de la «sangre de los toros», y a aquel otro espécimen del casino provinciano, vacío de ideas, que sólo se animaba, entre otros estímulos del mismo corte, «al evocar la tarde de un torero».
Estos ataques a la fiesta, por muy extremados que puedan parecer, rebotaban siempre contra la voluntad inequívoca del pueblo español de mantener los toros a toda costa. Parafraseando a Jorge Manrique, cabría decir que era tal su vitalidad y su arraigo que ni «papas ni emperadores ni prelados» pudieron acabar con ellos. Los resabios antitaurinos procedían siempre del exterior, nunca del fondo inmarchitable del pueblo soberano, proclive a las corridas y los juegos de toros como una devoción casi sagrada. Tal actitud era un valladar inexpugnable que aseguraba la continuidad de la fiesta contra todos los posibles intentos de suprimirla. Hoy las cosas han cambiado radicalmente.
La afición a los toros, antaño dominante en la sociedad española, ha sido sustituida por el fútbol y otras diversiones de masas; la ‘afición’ –término inequívocamente taurino– es minoritaria, y las mayores reticencias y ataques a la fiesta proceden de dentro y no de fuera de nuestro propio tejido social. La agresión de mayor impacto –dada su capacidad para entorpecer o, sencillamente, impedir la celebración de los festejos– viene de los nacionalismos periféricos, y muy especialmente del catalán, cuya aversión a los toros no es sino la expresión de la inquina contra toda simbología que remita a valores genuinamente españoles. Pero también de otros muchos políticos que, acogiéndose al creciente dogma animalista y presos de nuestro proverbial complejo de inferioridad, han dejado de protegerla. Tendrían que tomar nota de la naturalidad con la que sus compañeros franceses la defienden y apoyan sin complejo alguno.
Esta traslación del sentir humano a la sensibilidad del toro no deja de ser una forzada pirueta que refleja la inconsecuencia hipócrita de una sociedad que en la misma medida en que acepta alegremente el aborto extrema hasta el ridículo sus atenciones a los personajes de Walt Disney. Nadie puede defender el maltrato gratuito de ningún animal, pero tampoco esa supuesta humanización rayana en la extravagancia. El seráfico animalismo que hoy se les está inculcando a nuestros escolares contrasta con la desenvoltura con que se les impone también una visión egoísta y descomprometida de la vida. Por el alto coste de las entradas, que ha de cubrir los cuantiosos gastos inherentes a la corrida, nunca ha sido la fiesta de los toros un dominio muy al alcance de los jóvenes, que han de ser el recambio de los viejos aficionados que por imperativos de la edad se van retirando de las plazas. Pero hoy es preciso contar, además, con esta prevención animalista que los aleja de los ruedos. Este es, sin duda, el mayor riesgo que actualmente acecha a los toros.
Tampoco está libre la fiesta del peligro del propio taurinismo, de las trampas, ardides y alivios que proceden de sus mismos oficiantes y que restan veracidad a la grandeza moral y antropológica de la corrida, exponente de un ritualismo en el que se escenifica ‘coram populo’ una auténtica alegoría de la condición humana, la vida puesta en riesgo en una liturgia sacrificial de hondas raíces seculares. El futuro de la fiesta depende justamente de la verdad y rectitud con que esa liturgia se continúe desplegando ante los ojos y el ‘pathos’ de los espectadores, de su conexión emocional con la unción de lo que está ocurriendo en el ruedo.
Es tanta su significación moral, tan elevado su mensaje y tan heroica la apuesta del hombre frente a la fiera que no hay fiesta en el mundo que pueda igualar la sacralidad de esa radical alternativa entre la suerte y la muerte. De ahí la fascinación que siempre ha despertado entre los espíritus más sensibles del arte y la creación literaria. Si el toreo abdicara algún día de la inminencia del riesgo y de la terrible acometividad del toro, la radicalidad de su mensaje daría paso a una escenificación privada de grandeza, y la fiesta, desprovista de su patetismo, se convertiría en una simple diversión. Ese sería el triste final de su andadura, la desaparición de su inmenso poderío espiritual.
Cierto es que los toros han superado en el curso del tiempo crisis y peligros sobre los que siempre ha prevalecido su enorme poder de atracción, la trágica verdad que la fiesta encierra, cuando esos ataques no afectaban a la médula taurina del pueblo español. La crisis que en estos momentos pone en riesgo su futuro tiene, sin embargo, perfiles mucho más preocupantes, ya que los toros se están convirtiendo, lo queramos o no, en una opción socialmente más restringida que nunca. Pero una opción tan legítima como cualquier otra, que merece el respeto de aquellos que no la comparten y que debe ser protegida y amparada desde los poderes públicos como uno de los más altos patrimonios culturales de España.