EL PARO COMO INDICIO
Prepararse para el otoño obliga a abandonar la demagogia y tomar medidas para tratar de reducir el impacto de unos recortes que tarde o temprano tendrán que ser aplicados
PUBLICADOS la semana pasada, los datos de la última Encuesta de Población Activa que elabora el INE, referidos al segundo trimestre del año, sirvieron para generar unas expectativas de crecimiento que las cifras de empleo rebajaron ayer con un rigor inédito desde hace dos décadas. El mes de julio –favorecido tradicionalmente por la estacionalidad de un mercado de trabajo que se beneficia de la temporada alta de la hostelería y del sector servicios– refleja un retraimiento en la contratación y un aumento del paro que apunta ya a un descenso de la actividad económica. El desempleo sumó el mes pasado 3.230 personas, dato que no ha impedido que España siga registrando los niveles de paro más bajos desde 2008. Sin embargo, desde 2002 no se producía una caída en el mercado laboral durante el mes de julio. El frenazo del consumo privado, derivado de la desconfianza, el temor a un proceso inflacionista que está lejos de ser doblegado y las señales que desde el exterior apuntan a una recesión generalizada se aprecian ya en el empleo, antes incluso de que el otoño invierta la tendencia estival de las contrataciones –interrumpida en pleno verano– y ponga a prueba la solidez de la economía española para capear el temporal de la crisis tras el tirón proporcionado en los últimos meses por el turismo.
La guerra de Ucrania, como hace dos años la primera ola de la pandemia del Covid-19, está detrás de una incertidumbre económica que no solo afecta a España, pero que ha encontrado en el Gobierno un factor añadido de riesgo, relacionado con su triunfalismo y su obsesión, puramente ideológica, con el gasto social e improductivo, con un modelo de bienestar de carácter clientelar y con una política definida por el populismo asistencial y carente de reformas estructurales, empezando por las políticas activas de empleo y siguiendo con la gestión responsable y técnica de los fondos Next Generation con que Bruselas trata de rescatar nuestra economía. Recrearse en las aparentes virtudes de una reforma laboral que no pasó de perpetuar la diseñada por los equipos del PP y, en paralelo, abonarse al negacionismo de cualquier señal de alarma es el peor camino para una economía desprotegida, expuesta como pocas, por la inacción del Ejecutivo, a los efectos de una crisis global que exige contención del gasto y sacrificios compartidos. Cada reunión del Consejo de Ministros se salda con el anuncio de una nueva batería de medidas que, en forma de ayudas, bonos y dádivas, ni siquiera contribuye a a apaciguar los ánimos de sus supuestos beneficiarios. El Gobierno trata de salvarse, y lo hace a costa de un Estado cuya deuda aumenta en función de su huida hacia adelante. Prepararse para el otoño obliga a abandonar la demagogia, evitar el señalamiento sistemático de los presuntos culpables de esta crisis –Putin o las empresas del Ibex– y tomar medidas para tratar de reducir el impacto de unos recortes que tarde o temprano tendrán que ser aplicados para evitar males mayores, especialmente a las clases medias y trabajadoras que el Gobierno dice proteger con su escudo social.
España está en condiciones de superar cualquier bache. Lo demostró en la crisis financiera de 2008 y lo puede repetir, gracias a la diversificación de su tejido productivo, en esta ocasión. Hace falta, sin embargo, que el equipo económico y fiscal de Pedro Sánchez tome conciencia de los retos a los que nos enfrentamos y acepte que los ajustes, las reformas y la austeridad no representan una agresión de carácter ideológico, propia del PP, sino, al contrario, un plan de choque y auxilio con el que remontar y volver a generar confianza.