Un verano en los búnkeres de guerra para sobrevivir a la peor ola de calor de China en décadas
▶ Los habitantes de Chongquing, la antigua capital del país, recurren a los túneles construidos durante la invasión japonesa para escapar de las temperaturas extremas
El tejado parece que se derrite. Es verano en Chongqing y el tejado, en efecto, se derrite. Con 31 millones de habitantes en una superficie equivalente a Austria, esta ciudad china presume de ser la mayor municipalidad del mundo. Cuando el estío asoma, sin embargo, no hay mérito que haga sombra al calor.
El calor, en fin, qué va a contar del calor un asturiano en esta ilustre casa. Si bien la sensación resulta universal; los olores exaltados en la nariz, la ceguera blanca en los ojos, el mordisco en la piel expuesta; no así sus escapatorias. Durante el julio más tórrido en décadas, ilustrado por la imagen viral de una techumbre que Salvador Dalí hubiera firmado como símbolo de la persistencia, pero del clima, los residentes de Chongqing huían del sol como hace menos de un siglo huían de las bombas.
«Hoy está un poco más templado», tercia el señor Yang mientras apunta al termómetro del salpicadero: 40 grados. «Lo más alto que he visto ha sido cuarenta y cuatro». Su cota se antoja también una concesión lírica, pues la homofonía entre ‘cuatro’ y ‘muerte’ empareja tanto ambos vocablos que en muchos edificios chinos, por si acaso, a la planta tercera sigue la quinta. El señor Yang –unas mangas blancas cubren sus brazos hasta las muñecas «para no ponerse demasiado moreno»– trabaja como conductor desde hace veinte años, pero los aires acondicionados solo se popularizaron hace quince. «¿Que qué hacíamos entonces? ¡Bajar las ventanillas y sudar!», ríe.
Mediodía. El sol cae a plomo desde lo más alto y las anchas avenidas lucen desiertas salvo por algún temerario transeúnte parapetado bajo un paraguas. En el julio de Chongqing, uno de los «tres hornos de China», la vida es algo que sucede a la sombra. O bajo tierra. Allí, sus
ciudadanos dejan languidecer la tarde escondidos dentro de los ‘fangkongdong’, refugios antiaéreos construidos para evadir el ataque de las fuerzas invasoras japonesas.
La guerra
1938. Pekín ha caído; Shanghái ha caído; Nankín, Cantón, Wuhan han caído. Lo que queda de China se agazapa en las tripas de las montañas que resguardan su capital provisional, Chongqing. Esta se convertiría en el lugar más bombardeado de la historia hasta que, tres años y diez mil muertos después, los Mitsubishi A6M Zero nipones, los aviones de combate más potentes del mundo, desaparecen. Su nuevo objetivo es Pearl Harbour. La guerra sigue su curso, la ciudad china no ostentará su desastrosa marca por mucho tiempo.
Pero ahora el enemigo es el calor, y estos túneles rebajan hasta en diez grados la temperatura del exterior. Una decena de personas se ha instalado en la estación de metro de Zengjiayan.
Algunos incluso portan sillas de campamento y aprovechan los enchufes para cargar sus teléfonos móviles: todavía quedan varias horas de luz.
Las paredes están decoradas con imágenes históricas que celebran el centenario del Partido Comunista. La nación acorralada en estas guaridas es hoy una potencia que aspira a la supremacía global. También un régimen donde los reporteros extranjeros son seguidos de cerca por ciudadanos recelosos. Aunque solo hasta la entrada. Inmóvil bajo el alero, el repentino vigilante observa cómo el forastero se aleja, terreno soleado adentro.
Muchos refugios repartidos por la ciudad mantienen su estructura original pese a contener locales comerciales. Es el caso de la librería Junge Shuwu. Lo que desde el exterior parece una pequeña casa, con fachada de ladrillo y techo de chapa, oculta en realidad una profunda garganta que se introduce en la roca. Estanterías repletas de libros cubren ambos lados de la galería y una larga mesa se extiende ininterrumpida en el medio. «Ahora hay muchos más clientes por el tiempo, vienen aquí y descansan», explica su dueño, Junduo, cuyos familiares y amigos ocupan los primeros asientos, bebiendo té verde, mordisqueando frutos secos y sesteando. Sabedor de su gran reclamo, un prominente termómetro digital a la entrada hace gala de treinta desahogados grados.
Liyu y sus amigos han transformado un túnel cercano en una galería de arte. Los muros están adornados con cuadros que representan escenas contemporáneas de Chongqing al estilo impresionista de Van Gogh. «En el interior hace alrededor de veinte grados durante todo el año, fresco en verano y cálido en invierno», afirma el pintor.
Otros ‘fangkongdong’ acogen restaurantes, donde los habitantes de Chongqing contraatacan al calor con la especialidad local, ‘huoguo’ o caldero chino, picante hasta el dolor. «El clima es muy húmedo, por lo que la comida picante hace que la gente sude y se sienta más cómoda; es muy bueno para la salud», aduce una joven que emplea su nombre inglés, Ada. Mientras lo hace, sujeta con los palillos un pedazo de intestino de cerdo que sumerge en aceite hirviente, enrojecido con el color de las guindillas. Las paredes chillan proclamas comunistas. «¡La logística debe apoyar al frente!», «¡Hasta que el enemigo no abandone el país la misión no llegará a su fin!». «A los clientes les da un poco igual», apunta Ada, «solo vienen aquí a comer». La revolución es ya interiorismo, y un retrato de Mao Zedong vigila los condimentos.
Llega por fin la noche y Chongqing saca otra cara que la singulariza, con sus omnipresentes luces de neón por maquillaje. Las aguas del Yangtsé, antes de un marrón turbio, se vuelven un tapiz multicolor. Una sinfonía fluorescente para festejar un nuevo tiempo de prosperidad y pujanza. Aquí hace mucho que no caen bombas. Lo que cae, de improviso, es una lluvia torrencial que alivia el bochorno. La tormenta –de eso sí sabemos algo los asturianos– eleva en el aire el olor a guindillas; toda la ciudad es ahora una sopa contenida en un caldero ardiente y la carne, la carne corre agitada en pos de un taxi. Los preciados paraguas siguen siéndolo tras reconquistar su etimología. Y los residentes de Chongqing se refugian, una vez más, en sus acogedores subterráneos.
«En los refugios hace alrededor de veinte grados durante todo el año»