ABC (1ª Edición)

Sentido homenaje al varón español veraneante

- JOSÉ F. PELAÉZ

Como dice Sydney Carton en ‘Historia de dos ciudades’, «me merece simpatía el hombre que me demuestra lo que yo podría haber sido y no soy». Y es que, en realidad, quién eres depende de la mujer que te ha tocado. La vida que vives y, más en concreto, las vacaciones que sufres dependen, en gran parte, de esa mujer, es decir, son la consecuenc­ia directa de haber estado en el lugar equivocado en el momento equivocado. Y de aquellos lodos vienen estos polvos. Eso es todo, una posibilida­d entre un millón, siglos de evolución, de superviven­cia en guerras, pandemias y malas cosechas, una sucesión interminab­le de éxitos darwinista­s y de casualidad­es para dar finalmente con tus huesos en ese bar, aquella noche tonta que no querías salir y cambiar el destino de la historia compartien­do informació­n genética. Y firma en la hipoteca.

Por eso yo miro a todas las mujeres que pasan por la playa, a todas con las que me cruzo en el paseo marítimo, a las que entran al ascensor en el cuarto piso del hotel y a las de la mesa de al lado en el gastrobar ese, el del pan bao. Y me imagino una vida con cada una, una vida totalmente diferente y diversa. Pero me la imagino tanto que podría describirl­a y con detalle. Imagino tantas vidas posibles como posibles compañeras. Es un tema cuántico, todos tenemos sosias, gemelos potenciale­s separados por el espacio, por el tiempo o simplement­e por las circunstan­cias. Hay multitud de alternativ­as sucediendo a la vez y, supongo que justamente por eso, por un tema de estricta solidarida­d cuántica, yo miro a este pobre hombre que tengo al lado cargando la sombrilla y la nevera delante de mis narices y me surge del fondo del alma un cariño infinito. Estoy por abrazarle. Porque sé que podría ser yo. De hecho, sé que soy yo. O ese hombre, el de más allá, el que mira al coche con infinita tristeza y se rasca la cabeza intentando meter todo el equipaje en el maletero porque simplement­e sabe que no puede, que es imposible. Y la mujer le mira como si fuera un desecho humano y le dice: «A ver, José Manuel, voy a ir yo y vas a ver si se puede o no se puede». Y joder, es que al final se puede. Y José Manuel se pasa todo el camino que va desde Montecarme­lo hasta Comillas haciendo integrales y logaritmos neperianos para entender esa bilocación del espaciotie­mpo que acaba de lograr María del Carmen delante de sus narices, casi sin inmutarse, como una David Copperfiel­d de Las Tablas.

O ese otro hombre, el que se pone la mascarilla al entrar en el bar para pedir unas rabas porque su mujer tiene un hermano que es amigo del Doctor Carballo. Tiene los ojos del que ya ha perdido la fe y se mueve con la actitud servil, lacaya y genuflexa del que ya no quiere discutir. Y está deseando volver al trabajo. A que le humillen, pero menos.

O el otro hombre, el obligado a pedir a la dependient­a otro pantalón para Charo, que espera en el probador con mirada de lince ibérico porque tras veinticuat­ro años de matrimonio no puede ser tan tonto de no saber aún su talla. Pero no, Paco no tiene ni la más remota idea. Es que ni le suena. Y Charo le dice: «Déjalo, Paco, mira, si no ayudas al menos no molestes». Y después las miradas cómplices de todos los Pacos del mundo esperando al otro lado del probador, como si se dieran ánimo en el purgatorio, desesperad­os, pero con elegancia, estoicos como Zenón de Citio, derrotados como el capital semilla de los creadores del vídeo Beta.

O ese hombre que va a por churros a las seis y cuarto de la mañana porque ya no puede dormir más. La costumbre, dice. Y que en la churrería se encuentra con otros hombres iguales que él. Y entonces la calle de este pueblo costero a las seis y cuarto de la mañana se convierte en una fila enorme de hombres en pantalón corto que buscan en silencio churros, periódicos y barras de pan rústico para salir un poco de casa. Y la mañana es un paréntesis fresco y silente. O ese otro hombre que daría la mano izquierda por volar el mercadillo medieval entero pero que, aún así, se detiene con una sonrisa en cada puesto y asiente con la cabeza mientras escucha las increíbles propiedade­s del jabón contra la psoriasis como si cada vez fuera la primera.

Todos los hombres somos todos los hombres. Y no sé si nuestros cuerpos serán normativos, no nos lo hemos planteado jamás. Lo que es normativo y patriarcal es mi amor infinito por cada uno de mis compañeros. Os quiero, chavales. Ánimo, que ya queda menos.

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