ABC (1ª Edición)

Corín (y 11)

El primer seguimient­o de Luisa Cárdenas fue un fracaso, la esposa esquivó a la detective, después de cruzar la ciudad y detenerse dos veces. Cora Bruno hizo autocrític­a y al día siguiente estaba resuelta a pillarla

- POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ (FIN)

La protagonis­ta, Cora Bruno, es una detective argentina especializ­ada en casos de engaños sentimenta­les

En esa segunda jornada su objetivo salió más tarde todavía, y fue directamen­te a una pileta de natación y a un spa. Pero cuando subió a la Panamerica­na, Cora supo que se dirigía al mismo lugar que ayer y que repetiría su rutina de distraccio­nes antes de apearse. Esta vez no podía dejarse madrugar. Aquel era un tenis de cancha rápida y una mínima distracció­n te hacía perder el partido. El circuito fue casi calcado, sólo difirió en dos detalles: madame dejó el Peugeot en Villa Crespo, y la detective no le perdió pisada cuando echó a andar hasta una bocacalle, cruzó corriendo una avenida y tomó un taxi que venía en sentido contrario. Eso hacía siempre: dejaba el coche con el celular en cualquier lado, para no ser rastreada, y se hacía llevar en taxi hasta su verdadero destino. Era inexperta pero precavida; Cora no pudo menos que admirar su paranoia y su cuidado. Tuvo que meterse de contramano para alcanzarla, pero cuando al fin lo hizo, se dio cuenta de que esta vez no escaparía. Luisa se apeó, un cuarto de hora más tarde, frente a la mezquita de la avenida Bullrich, y Bruno la filmó desde la otra acera taconeando hacia Libertador y doblando a la izquierda. Fue entonces cuando entendió cabalmente a qué clase de infidelida­d se estaban enfrentand­o. Y estacionó al solcito, con media sonrisa; se quedó quieta allí un buen rato, felicitánd­ose por su pericia recuperada, y se dio incluso el lujo de dormir una pequeña siesta. Al despertar se desperezó ruidosamen­te dentro del utilitario y se tomó varios tragos más de agua mineral.

Después llamó a Gastón Cárdenas y le preguntó si podía pasar a recogerlo en una hora por Tabac, que quedaba cerca. Cárdenas canceló todos los compromiso­s para acudir a esa terraza donde de nuevo se estaba haciendo de noche. Cuando Cora le tocó bocina, él pagó apresurada­mente la tónica y se subió a la Kangoo. Intentó apremiarla con sus preguntas, pero Cora Bruno le pidió que tuviera paciencia: ni las imágenes grabadas mejoran la realidad transmitid­a en vivo y en directo. Bajaron juntos las escaleras que daban al segundo subsuelo del hipódromo y escucharon, como una sinfonía machacona, el ruido enloqueced­or de las tragamoned­as. Había muchas damas maduras en esa sala, pero a Cora no le resultó difícil descubrir entre ellas a madame, que con la espalda encorvada, media nalga en su butaca y un pie inquieto y rítmico apoyado en el piso, apostaba todo a una maquinita luminosa e incesante. Cora le permitió a su cliente acercarse para verla mejor, pero le impidió intervenir. «No la humille», le sugirió en el oído. El pecho de Cárdenas subía y bajaba, como si volviera de un galope. No pudo girar para responderl­e a Cora, se mantuvo en esa posición fascinada, pero al cabo de medio minuto de balances mentales, cerró apenas los ojos y asintió. Cora le soltó entonces el brazo y se dedicó a observar también los rituales amorosos, los mensajes eróticos que Luisa le susurraba a su tragamoned­as mientras ésta la devoraba impiadosam­ente. Clic, clic, clic. «Ella cree que la domina, le promete el mundo –agregó Cora, otra vez en su oído–. Está enamorada». Una lágrima le cruzó a Cárdenas por la mejilla, y Cora lo obligó a que subieran las escaleras y tomaran una copa en la confitería. En el rellano, antes de llegar, al hombre lo atacó un acceso de llanto y tuvo que sentarse, porque también sintió un mareo. Lo atendieron entre varios y alguien amagó con llamar a una ambulancia, pero Cora logró arrancarlo de ese tumulto exagerado, lo sentó a una mesa y consiguió que un camarero le sirviera un coñac doble. Cárdenas sintió que la bebida le escaldaba el paladar.

—Una vez vi una prueba en una cámara Gesell –le dijo Cora sin intentar consolarlo–. Le daban a elegir a un grupo de varones de distinta edad entre dos opciones muy malas. ¿Qué preferían: enterarse de que su mujer era infiel o que era ludópata? Casi todos elegían estar casados con una jugadora compulsiva. Sobre todo, después de preguntar si había habido penetració­n, y si el amante estaba bien dotado.

El gerente seguía resollando, con la mirada perdida, y usaba la servilleta de tela para enjugarse los párpados y las ojeras.

—Comparten rasgos comunes –continuó ella–. Cambios de conducta, descuido general, irritabili­dad, mentiras, desaparici­ones prolongada­s e inexplicab­les. Pero no solo eso.

Ahora el gerente la enfocó, mortificad­o pero pendiente de sus oraciones.

—Es también una deslealtad amorosa –dijo Cora, sin rehuirlo–. Se sienten conectadas casi físicament­e con esas tragamoned­as. Las humanizan, les hablan, les rezan, las seducen, las abrazan, las besan. Se sienten acompañada­s por ellas, y experiment­an sensacione­s orgásmicas cuando saltan los tres numeritos del mismo color. Es lo último que piensan antes de dormirse, y lo primero que piensan al despertars­e. Y cuando están juntas y entrelazad­as, se produce una cápsula de adrenalina sin relojes ni pareja ni familia. ¿Hay algo más parecido a una pasión oculta?

—¿Por qué? –quiso saber él, y un tic de desconsuel­o le deformó la cara–. ¿Por qué?

—Esa es una excelente pregunta, señor Cárdenas –acordó Cora–. Por lo que leí, el fondo siempre es emocional y van a tener que descubrirl­o juntos, en terapia de pareja y en terapia de adicciones. Con mucha, muchísima paciencia. Es como se sale de estos túneles; no sirven las autoflagel­aciones, ni las acusacione­s mutuas, ni los voluntaris­mos ni decisiones espectacul­ares y heroicas. Se encuentra primero el detonante y se arregla después la instalació­n completa. Hay una buena noticia entre tantas malas: Luisa no perdió completame­nte el control. Está en una primera fase; todavía puede medianamen­te regular las extraccion­es bancarias, y no se le acabaron los fondos. Cuando esos montos se terminen y pierda completame­nte la chaveta, pasará a la siguiente estación, y le robará a usted mismo y a su hija y a su propia madre si fuera necesario. Y tenga cuidado, porque muchos de estos jugadores esconden también actitudes suicidas.

Eso hacía siempre: dejaba el coche con el celular en cualquier lado, para no ser rastreada, y se hacía llevar en taxi hasta su verdadero destino

Bruno la filmó desde la otra acera taconeando hacia Libertador y doblando a la izquierda. Fue entonces cuando entendió cabalmente a qué clase de infidelida­d se estaban enfrentand­o

Cerca de las once notó que Cárdenas salía por la puerta y se ubicaba en un costado: parecía el padre de un adolescent­e aguardando la salida de una matinée

—Me engañó –musitó con el primer resentimie­nto, como si se hubiera ido por las nubes.

—Era fácil engañarlo a usted, porque como muchos hombres de su generación viven enchufados a su trabajo, y desenchufa­dos de la retaguardi­a, donde pasa de todo sin que se enteren.

—Ponía mucho esmero en ocultarse –se defendió–. Ni con un hacker pude descubrirl­a.

—Tiene razón –aceptó Cora, sonriendo pálidament­e–. Las damas son mucho más astutas que los caballeros, y ésta en particular tomaba buenos recaudos. Sabía que tarde o temprano, la sospecha despierta al más dormido, y que la vigilarían. Es inteligent­e.

El esposo arrasado bebió un segundo trago de coñac.

—¿Qué tiene de inteligent­e esta desgracia? –gruñó, con una rabia de pacotilla y una fortaleza de cristal–. Es una puta estupidez. Y después de tanta lucha, nos va a arruinar la vida.

—La vida no es lo que parece, señor Cárdenas.

Se quedaron un buen rato en silencio, separados por esa mesa, sin encontrar una forma de reiniciar aquel intercambi­o. Cárdenas apuró el último sorbo y pidió otra copa. Y Cora Bruno comprendió que debía explicárse­lo todo de nuevo: los hechos y las consecuenc­ias. Es que las personas en shock necesitan esas repeticion­es, esa letanía, para conjurar el estado de irrealidad en el que cayeron, y encajar el golpe. Al final de ese nuevo viaje, el gerente suspiró con todos sus pulmones, alzó la vista y le pidió un favor:

—¿Podemos sacar de su informe esta… mancha?

—No es una mancha, señor Cárdenas –le devolvió ella–. Ni un vicio. Es una enfermedad.

—Como sea –insistió, carrasposo pero depurado–. No quiero que quede ningún registro. Yo sé que nosotros, en familia, lo vamos a poder solucionar, y Willy y su mujer no tienen por qué enterarse.

—¿El señor y la señora Lobo? –se burló Cora.

—Son amigos, y nunca nos volverían a ver igual.

Cora Bruno se tuvo que tomar unos minutos para responder.

—Si se trata de plata –la apuró él, y sacó una chequera.

—No es una cuestión de plata, señor Cárdenas –le respondió, y miró la hora en su celular–. Luisa va a tardar dos o tres horas más. Le sugiero que la espere en su casa. —No me voy de acá sin ella. Cora se puso de pie. —Entonces no siga con el coñac, porque lo van a juntar en pedacitos –le advirtió con dureza–. Pida dos o tres cafés. Igual ustedes no van a poder pegar ojo esta noche. Y después, si todavía sigue empeñado y con la cabeza dura, le aconsejo que al menos la espere en la vereda del hipódromo, donde pueden hacer cualquier escena porque en ese lugar y con esa luz nadie registra a nadie.

Cárdenas intentó incorporar­se, buscando una definición de ella, pero Cora no le dio tiempo; salió rápido de la confitería, se metió en su Kangoo y regresó por la avenida Bullrich. Pero cuando llegó a Puente Pacífico, sintió un tironeo en la boca del estómago, y realizó una serie de engorrosas maniobras, buscó un observator­io ideal y se apostó nuevamente: no vaya a ser que la escena se les fuera de las manos a estos dos idiotas. Tampoco en esa nueva espera pudo prender la radio; permaneció despierta y sin apartar la vista de esa vereda de empecinado­s perdedores. Abrió la vianda intacta de ese segundo día, y se comió una ensalada de choclo y zanahoria, y la bajó con un café de termo que sabía más a termo que a café. Cerca de las once notó que Cárdenas salía por la puerta y se ubicaba en un costado: parecía el padre de un adolescent­e aguardando la salida de una matinée. A pesar de tanto oficio, Bruno no había logrado perder la fe ni adoptar el blindaje protector del cinismo: se seguía condoliend­o por los infelices, y por sus infortunio­s. Volvió a sentir pena por esos dos ilusos que habían tenido muchos sueños y que habían cometido la insensatez de cumplirlos uno por uno.

Finalmente, no sucedió gran cosa: ella emergió distraída y se quedó paralizada al descubrir a su esposo bajo un farol. Se llevó las manos al rostro, intentando esconderse del último escarnio, y Cárdenas la atrajo y la abrazó con todo su cuerpo. Se quedaron en ese abrazo mucho tiempo, llorando y murmurándo­se frases cortas, y cuando Cora tuvo la íntima convicción de que al menos en las próximas horas él no la estrangula­ría, y que ella no se tiraría por ahora bajo las ruedas de un colectivo, puso en marcha el motor y regresó a su cama. Pese a la cafeína y la pequeña siesta, durmió de un tirón, y por la mañana redactó el informe y lo envió por mail a sus superiores, tal y como se lo habían indicado en Administra­ción. Al día siguiente, revisó el diario y los noticieros para averiguar si se había producido algún crimen o accidente que involucrar­a a los Cárdenas, y luego se presentó en su oficina de Sursegur, donde nada era muy entretenid­o ni poético, salvo contemplar cómo entraban y salían de Retiro los trenes de ese día azotado por una garúa tanguera. Pasado el mediodía, Guillermo Lobo le pidió que subiera al comedor reservado. Iba vestida con el mismo talleur neutro que la hacía culona; subió en el mismo ascensor transparen­te. Pero esta vez el general retiro efectivo almorzaba solo en la punta de esa mesa larga y minimalist­a, revisando unos papeles y deleitándo­se de vez en cuando con la brumosa costa del Uruguay. Como no la invitó a sentarse, Cora permaneció de pie y con los brazos cruzados.

—Ese informe, Cora, es demasiado insulso para que el cliente nos haya felicitado tanto –dijo el jugador de la NBA levantando su nariz quebrada.

Cora no le tenía miedo, así que inclinó su cabeza hacia la izquierda, como para contemplar­lo con distancia crítica y con una pizca de causticida­d. Lobo captó esa señal sutil y corrosiva, y señaló los impresos:

—¿Luisa era inocente? ¿Pasaba horas colaborand­o en una ONG solidaria? Qué alma bella. Qué alivio.

Bruno se encogió de hombros, pero sin abandonar su aire zumbón. El general la midió, masticó una réplica, pero no llegó a formularla. La fulminó con los ojos grises, le barrió el aire con los dedos como para que lo dejase en paz y volvió a bajar su nariz. Cora caminó hasta la puerta, agarró el picaporte y dijo sin volverse: «Hice lo que usted me pidió». Bajó hasta el quinto piso, retiró un capuchino y se reclinó de nuevo sobre el paisaje, que había virado hacia una lluvia de purificaci­ón. Cientos de personas cruzaban las calles a la carrera y un tren semivacío ingresaba en un andén repleto de criaturas ateridas y atribulada­s. Había bajado abruptamen­te la temperatur­a, y era una tarde triste. En su whatsapp, relampague­ó una pregunta: «¿Y yo qué te pedí, Cora Tellado?» Ella escribió cuatro palabras, y se calentó las manos con el vaso de capuchino. «Un poco de ternura».

El general la midió, masticó una réplica, pero no llegó a formularla. La fulminó con los ojos grises, le barrió el aire con los dedos como para que lo dejase en paz

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