Santiago Grisolía, el científico discípulo de Severo Ochoa que quiso ser marino
▶ El bioquímico valenciano, premiado con el Principe de Asturias, murió ayer a los 99 años
Creó la Fundación Valenciana de Estudios Avanzados e impulsó los Premios Rey Jaime I, a los que seguía ligado
Tenía 99 años, pero estaba más que dispuesto a pasar por los 100, que cumpliría el próximo 6 de enero. Incluso envió una foto suya a Vicente Boluda, el presidente de la Fundación Valenciana de Estudios Avanzados –organismo que él mismo creó y de la que era secretario ‘sine die’– desde la cama del hospital. Le comentaba que estaba recuperado del Covid, la infección que le había llevado al hospital hacía tres semanas, y que ya se estaba preparado para su alta médica. Sin embargo, Santiago Grisolía, uno de los bioquímicos españoles más prolíficos y comprometidos con la ciencia de su país y de su comunidad, fallecía en la madrugada del 4 de agosto, tras un siglo menos cuatro meses dedicado en cuerpo y alma a su profesión.
«Hay mil anécdotas con él. A pesar de su importante trayectoria científica, era una persona muy sencilla que prefería siempre mantenerse en segundo plano. Ha sido un privilegio conocerle y siempre le estaré agradecido por su forma de ser», explica el propio Boluda, al que la muerte de Grisolía ha pillado por sorpresa. «Él ha sido un gran impulsor de la ciencia no solo en la Comunidad Valenciana, sino en toda España. Es una gran pérdida».
Santiago Grisolía nacía en Valencia el Día de Reyes de 1923. Con 13 años, y con la Guerra Civil recién empezada, terminó el Bachillerato con la idea de convertirse en marino de guerra. Su madre le quitó la idea, convenciéndole de que estudiara Medicina. Algo que le sirvió también para aportar su granito de arena durante la contienda, ejerciendo de ayudante del hospital de la FAI de Cuenca. Durante la universidad (termina la carrera con matrícula de honor) empieza a pensar en viajar a Estados Unidos. Finalmente se embarca en 1945 en un navío que tardará un mes en llegar a la ‘tierra de las oportunidades’, pero en el que el torero Manolete, con quien coincide en el viaje, le hará mucho más ameno.
No será la única personalidad a la que conozca durante su periplo norteamericano: se relacionó con Salvador Dalí, quien le regalaría un cuadro de la famosa doble hélice del ADN que mantenía colgado en su despacho; e incluso llegó a estrechar la mano del presidente Harry Truman, quien le dio la enhorabuena por la puesta en marcha del nuevo centro de investigación médica que dirigiría en Kansas.
Pero serán sus buenas relaciones con numerosos científicos internacionales las que le llevarían a impulsar, entre otros, un encuentro único de más de 200 investigadores que en 1988 se reunieron en Valencia para asentar las bases de lo que luego sería el ambicioso proyecto del mapa del genoma humano («el Santo Grial de la Humanidad», según calificaba él mismo), convirtiéndose en el presidente del Comité de Coordinación de la Unesco de dicho proyecto.
El ‘policía’ regresa a España
Pero antes no perdió el tiempo. Ni mucho menos. En enero del 46 empieza a colaborar con el profesor Severo Ochoa en los estudios sobre la enzima málica, si bien su relación se estrecha tanto que mantendrán su amistad hasta la muerte de este, en 1993. Las universidades de Chicago, de Winsconsin y, finalmente, la de Kansas, donde se convertiría en catedrático, fueron testigos de sus investigaciones sobre la fijación del dióxido de carbono en tejidos animales o sus hallazgos sobre el ciclo de la urea. En el 76, Grisolía regresó a España y se hizo cargo de la Dirección del Instituto de Investigaciones Citológicas. A su vuelta, a la que se une su mentor Severo Ochoa, se encuentra un país atrasado, y con una sociedad que piensa que la profesión de ‘investigador’ está más relacionada con la policía que con la ciencia, según él mismo relató en varias ocasiones. Es por ello que se centró en la divulgación –sin dejar de lado su faceta investigadora, con la que firmará más de 400 artículos científicos– y el impulso de la ciencia en España en general y en la Comunidad Valenciana en particular. Creó la Fundación Valencia de Estudios Avanzados y la Fundación Premios Rey Jaime I, a las que estaría ligado el resto de su vida. También participó activamente en la Fundación Carmen y Severo Ochoa, «donde logró organizar en Valencia, con gran habilidad y eficacia, el Museo Severo Ochoa», recuerda César Nombela, presidente de la fundación.
En 1990, «por su labor científica en el área de la Bioquímica en campos muy diversos, principalmente en la enzimología del metabolismo del nitrógeno relacionado con el ciclo de la urea y la degradación de las pirimidinas», recibió el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica, galardón que se le otorgó junto a Salvador Moncada. Pero ahí no acabó su carrera: se ha ido siendo miembro de la Academia Europea de Ciencias y Artes, presidente del Consejo Valenciano de Cultura, académico de honor de la Real Academia de Doctores de España, miembro fundador del Colegio Libre de Eméritos y Doctor Honoris Causa por las Universidades de Salamanca, Barcelona, Valencia, Madrid, León, País Vasco, Siena, Florencia, Kansas, Las Palmas de Gran Canaria, Universidad Politécnica de Valencia, Universidad de Lisboa, Universidad Nacional de Educación a Distancia y de la Universidad de Castilla–La Mancha. Resumiendo, si es que eso es posible en una vida tan prolífica: casi todo un siglo dedicado a la ciencia.