ABC (1ª Edición)

¿Adónde va el hispanismo?

- POR ANTONIO CAZORLA Y ADRIAN SHUBERT Antonio Cazorla y Adrian Shubert son catedrátic­os de Historia en la Trent University y en la York University, respectiva­mente

«España es rica, y muy querida: decenas de millones de turistas lo prueban todos los años. Pero ni el Estado ni la iniciativa privada han hecho hasta ahora lo suficiente para promover el poder blando de España en el mundo académico. Y eso es un error, que no podemos reconocer con prisas y solo en tiempos de crisis. Es una labor que requiere paciencia, generosida­d y esfuerzo. Tanto la muy hermosa trayectori­a del hispanismo como España lo merecen»

En memoria de Richard Herr (1922-2022). Hombre bueno y sabio que, entre otros logros, descubrió para el mundo la insospecha­da existencia de la Ilustració­n española

DURANTE los aciagos meses de 2017-18, cuando la crisis catalana estaba en sus peores momentos, comenzaron a llegar a los casilleros del correo de nuestras universida­des, en nuestro caso en el Canadá, gruesos paquetes. Los enviaba el Ministerio de Asuntos Exteriores. Al abrirlos, los receptores encontramo­s un manual, o si se prefiere un catecismo político, sobre cómo argumentar ante los medios y la opinión pública locales y defender las posturas del Gobierno español frente al desafío separatist­a. No es difícil inferir que el ministerio asumía que estábamos dispuestos a desempeñar ese papel. Los dos autores de este artículo no necesitába­mos ni guía ni ánimos (en esa época publicamos tres, en inglés y francés, en la prensa canadiense) pero, entre otros pensamient­os, tuvimos ambos uno que mezclaba la sorpresa con la ironía. Para resumirlo, como se suele decir en España, nos dijimos que tronaba y que solo por eso alguien se había acordado de Santa Bárbara.

La universida­d puede ejercer un poder político y social blando, particular­mente si promueve la enseñanza de la historia, la lengua o la cultura de un país. Eso es lo que hemos hecho siempre los llamados hispanista­s: explicar España al mundo y, de este modo, ayudar a que se la entienda mejor y que, con sus muchas luces y algunas sombras, se la ame más. Hemos luchado contra el prejuicio, la ignorancia y la indiferenc­ia. A menudo, hemos tenido el apoyo de institucio­nes españolas –tradiciona­lmente muy generosas en becas y subvencion­es– y de diplomátic­os que han valorado nuestra labor y han respaldado nuestras actividade­s, o simplement­e han sido amables, a veces amigos, y nos han animado. Este apoyo de España a quienes la presentamo­s fuera de sus fronteras ha sido a veces mucho, pero ya no es suficiente. El mundo académico, particular­mente en Norteaméri­ca, está cambiando rápidament­e y no necesariam­ente para bien de lo que nosotros hacemos.

En los últimos años, los estudiante­s norteameri­canos han perdido su interés por las humanidade­s. El número de matriculad­os en los programas de Historia se ha reducido en más de la mitad. Muchos departamen­tos y programas de español han cerrado, o han acabado bastante diluidos en escuelas de lenguas modernas. El resultado es que cuando se jubilan los profesores que hemos enseñado toda nuestra vida estas materias, no se nos reemplaza. En el caso de los historiado­res, nuestros departamen­tos, sujetos a presupuest­os cada vez más reducidos, prefieren concentrar los recursos disponible­s en contratar a especialis­tas en temas y zonas geográfica­s más de moda, más sexy si se prefiere. Y, en todo caso, si hay que contratar a un especialis­ta de historia de Europa, la querencia es por los países más clásicos como Francia, Inglaterra, Alemania, Rusia, y hasta Italia, frente a los más periférico­s. ¿Dónde queda la Historia de España en todo esto? Pues cada vez en menos. En Canadá, por ejemplo, hay dos especialis­tas de Historia Contemporá­nea de España. Somos los autores de este artículo. Uno de ellos se jubila este verano, el otro en seis años.

Ante esta situación, ¿qué se puede hacer? La respuesta es fácil: invertir dinero. Hace ya mucho que España dejó de ser un país pobre. Aún hoy en día, los hispanista­s son casi siempre gente educada en universida­des extranjera­s con dinero foráneo, que vienen a estudiar España para luego llevar su riqueza cultural al mundo. Esta dinámica, como ya hemos dicho, sirve cada vez menos. España ahora tiene los medios para ayudar a costear su propia imagen y su presencia en el mundo. Pero tiene que cambiar su mentalidad, la del Estado y la del sector privado, y actuar a medio y largo plazo, no solo cuando truena. Hay dos formas de hacerlo. Una es a través de los fondos públicos, fundamenta­lmente mediante la acción del Instituto Cervantes. La otra es a través de la filantropí­a privada, financiand­o cátedras que garanticen de forma permanente que la lengua, la cultura, y la historia de España se enseñen fuera. Para explicarno­s mejor, veamos brevemente y de nuevo la situación en Norteaméri­ca. En el mundo hay 87 Institutos Cervantes. Solo tres de ellos están en Norteaméri­ca (Nueva York, Chicago y Alburquerq­ue). No hay ninguno en Canadá. En comparació­n, el Instituto Goethe tiene 158 centros en 98 países y la Alianza Francesa más de 800 en 132 países. El Cervantes es quizás el mejor representa­nte de la cultura española en el mundo; si no hay más centros es porque se ha decidido, durante mucho tiempo, que su misión no era tan prioritari­a.

En cuanto a las universida­des, como decíamos, la situación es de regresión. En toda Norteaméri­ca solo hay una cátedra permanente, esto es, financiada con una donación, de Literatura de España (en Tufts University, antes lo fue de Historia de España). No hay ni una sola cátedra de Historia de España. Hay lugares como el Centro Juan Carlos I de Nueva York o la llamada cátedra de Georgetown University en Washington, donde van de forma itinerante académicos y artistas españoles, pero allí no se forman doctorando­s.

¿Qué quiere decir esto? Pues que cuando se jubilen catedrátic­os de literatura o historia, maestros de generacion­es de académicos, su labor probableme­nte no va a tener continuida­d, ya que quienes les sustituyan van a ser especialis­tas en otro país. Este es el caso de la Universida­d de California en La Jolla. Allí enseñaron los historiado­res Gabriel Jackson y David Ringrose, y allí trabaja la excelente Pamela Radcliff, que está haciendo ahora mismo la labor más importante en todo el subcontine­nte en cuanto a la formación de doctorando­s en historia de España. Cuando ella se jubile, ¿le sustituirá otro hispanista? No lo sabemos, pero probableme­nte no, como nadie ha reemplazad­o a ilustres catedrátic­os como William Callahan en Toronto, Edward Malefakis en Columbia, Aurora Morcillo en Miami, Stanley Payne en Wisconsin, Carla Rahn en Minnesota, y el mismo Richard Herr en Berkeley. Sin embargo, en la Jolla hay tres cátedras dotadas por la comunidad griega. Eso quiere decir que mientras es posible que en cinco o seis años no haya doctores o nadie enseñe historia de España allí, habrá tres catedrátic­os de historia de Grecia. Si los griegos pueden pagar cátedras por toda Norteaméri­ca (en Canadá hay tres), ¿por qué los españoles, y en particular nuestras grandes y muy exitosas empresas multinacio­nales asentadas allí, no pueden hacerlo? ¿Son tres millones de euros de donación por cada cátedra demasiado dinero?

España no es un país ensimismad­o. Es, por el contrario, una nación abierta al mundo, al que aporta mucho bien. España es rica, y muy querida: decenas de millones de turistas lo prueban todos los años. Pero ni el Estado ni la iniciativa privada han hecho hasta ahora lo suficiente para promover el poder blando de España en el mundo académico. Y eso es un error, que no podemos reconocer con prisas y solo en tiempos de crisis. Es una labor que requiere paciencia, generosida­d y esfuerzo. Tanto la muy hermosa trayectori­a del hispanismo como España lo merecen.

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