ABC (1ª Edición)

Una auténtica cárcel de ‘desintoxic­ación’ en Kabul

Las redadas masivas de toxicómano­s por parte de los talibanes acaban con los enfermos en centros en los que no hay ni medicinas para el tratamient­o,ni comida

- MIKEL AYESTARAN ENVIADO ESPECIAL A KABUL

Un ejército de muertos vivientes hacen cola a las puertas de un comedor. La mayoría llevan la cabeza recién rapada y algunos están con el torso desnudo. Famélicos. Te miran, pero no te ven. Unos ojos vidriosos que muestran directamen­te el fuego del infierno. Miradas que te traspasan porque para ellos no existes, no estás. Avanzan por inercia y se mantienen en pie y en línea por los gritos y constantes golpes de los cuidadores del centro, que llevan correas de cuero. Muchos de estos cuidadores estaban hace unos meses en el lugar opuesto, recién llegados al centro de desintoxic­ación, con las miradas y los cerebros calcinados por la droga. Apenas toca a medio plato de arroz blanco por persona. No hay más. Estos son los nuevos quinientos enfermos que acaba de traer la Policía de las calles. Esto es Camp Phoenix, un antiguo campo de entrenamie­nto estadounid­ense en la carretera a Jalalabad, a las afueras de Kabul, reconverti­do en 2016 en centro de desintoxic­ación, «el infierno en la tierra», según balbucea uno de los pacientes.

La adicción a las drogas ha sido durante mucho tiempo un problema en Afganistán, el mayor productor mundial de opio y heroína y ahora también gran exportador de cristal (metanfetam­ina). La inestabili­dad económica y social provocada por décadas de guerra, se ha acentuado con el regreso de los talibanes al poder hace un año, que siguen con la política de redadas masivas de toxicómano­s que ya hacía el anterior Gobierno. Los islamistas anunciaron la prohibició­n de plantar opio, cultivo que se produce sobre todo en las provincias que siempre han controlado al sur del país, pero como otros muchos anuncios se ha quedado solo en palabras.

En una noche detienen a cientos de personas que viven en condicione­s infrahuman­as bajo puentes y en colinas próximas y los llevan a los hospitales preparados para la desintoxic­ación donde deberían empezar con un tratamient­o de choque de 45 días. El problema es que no hay fondos y una vez allí no les pueden administra­r la medicina necesaria, ni siquiera comida suficiente.

«La mayoría de pacientes tienen entre 18 y 35 años, los traen directos de la calle y aquí no tenemos ni analgésico­s, ni opiáceos como metadona, ni antidepres­ivos, ni somníferos. Los médicos y enfermeros llevamos medio año sin recibir el sueldo, las organizaci­ones internacio­nales ya no financian proyectos y cualquier ayuda local que llega al centro la destinamos a los enfermos, no a nosotros», explica el doctor Abdul-Rab Kohestani, que lleva seis años trabajando en este hospital, desde su inauguraci­ón. No quiere comparar esta etapa del ‘emirato’ con la del Gobierno anterior en cuanto al número de pacientes, pero sí subraya que «antes teníamos medicinas y nos pagaban de forma puntual y ahora no. Si esto no cambia no sé lo que puede pasar porque ya no tenemos ni comida para tanta gente».

El consumo se ha disparado en el país e informes de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito (Unodc) constatan que «el aumento de la adicción a los narcóticos ha seguido el mismo patrón hiperbólic­o de producción de opio». Los datos del organismo internacio­nal muestran que en Afganistán hay más de un millón de adictos (de 15 a 64 años), lo que supone un ocho por ciento de la población, una tasa que es el doble del promedio mundial.

Larga duración

Camp Phoenix está dividido en bloques. Lejos de los quinientos recién llegados se levantan los barracones donde se recuperan los pacientes de larga estancia. Las miradas vidriosas aquí se transforma­n en ojos tristes y apagados. Hazibula Marouf, de 31 años y padre de tres hijos, lleva un año internado y está a la espera del alta definitiva. «Yo estoy limpio, pero en mi familia tienen miedo a una recaída y por eso prefieren que siga aquí. Yo lo que quiero es volver a trabajar para ayudarles, no volveré a caer en la droga, lo prometo», afirma desde el cuarto que comparte con otros cuarenta compañeros.

La cura es posible y Rahmkhuda, de 24 años y padre de dos hijos, es el ejemplo. Ojos azules, sonrisa permanente y carpeta en la mano, salió de la droga gracias al tratamient­o recibido en este lugar en 2020 y decidió aceptar un trabajo como ayudante del personal sanitario. Lleva anotados los nombres y el estado de cada uno de los pacientes de larga estancia y lamenta «la falta de medicinas porque yo pude salir gracias al tratamient­o».

El doctor Kohestani rebusca en el interior del armario de su oficina y encuentra unas cajas de Paracetamo­l. En otra estantería hay bolsas con suero. Nada más. «Es un milagro que el centro siga operativo», repite en voz alta, pero aquí no hay ningún responsabl­e del Ministerio de Salud para escucharle. El hospital mantiene los muros levantados por el Ejército de Estados Unidos y le han sumado alambre de espino para que nadie intente escaparse de esta auténtica cárcel de desintoxic­ación.

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// MIKEL AYESTARAN Pacientes hacinados en el comedor mientras esperan su ración diaria de medio plato de arroz
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// MIKEL AYESTARAN Largas colas de pacientes a las puertas del comedor del centro
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