«UNA VIDA SIN ABURRIMIENTO NOS CONDUCIRÍA A LA EXTINCIÓN»
Ha dedicado su carrera al tedio, la emoción que «nos mantiene en movimiento»
Josefa Ros Velasco (Murcia, 1987) es una verdadera sabia del aburrimiento. Investigadora posdoctoral en la Universidad Complutense de Madrid, ha sido premiada por la Universidad de Harvard y, además de participar en una lista interminable de proyectos dedicados a esta emoción, está al frente de la International Society of Boredom Studies. Acaba de publicar ‘La enfermedad del aburrimiento’ (Alianza Editorial), dejando claro que el tedio le sigue divirtiendo.
—¿Por qué nos aburrimos?
—Al contrario de lo que se suele pensar, el aburrimiento no es lo opuesto a la diversión, sino a la obtención de un significado. Surge cuando estamos sin hacer nada por obligación (una cola, una sala de espera) y cuando anhelamos estar ocupados, pero no sabemos en qué. Tolstoi definió el aburrimiento como el deseo de tener deseos. Lo curioso es que también surge cuando estamos activos: en un trabajo monótono, una conversación que es un tostón, una conferencia desmotivadora... Aparece si deseamos estar sin hacer nada porque así lo hemos elegido o bien hacer algo que nos resulte gratificante y significativo.
—Entonces, ¿es una emoción buena o mala?
—Somos hámsteres en la rueda del hastío. El aburrimiento es necesario para dar continuidad al proceso de la vida, pero nos genera un profundo sentimiento de malestar. Nos obliga a explorar vías para restaurar el bienestar perdido, pero somos nosotros los que nos decantamos por el vicio o la virtud para desterrarlo.
—¿Existe un perfil con mayor propensión a aburrirse?
—Es una idea muy extendida que las clases burguesas, las pudientes, son las que más se aburren por su ociosidad. Esto es culpa de la literatura del siglo XIX y es falso. Los únicos que dejaban constancia de su aburrimiento eran aquellos que tenían tiempo libre para escribir sobre ello. Pensemos en los condenados a pasar doce horas en una fábrica desarrollando trabajos que no demandan esfuerzo intelectual y que no les resultaban significativos a nivel personal. Las clases pudientes tienen muchas más opciones para entretenerse. «Ojalá tuviera tiempo para aburrirme» es una frase que escuchamos a menudo, la afirmación de alguien que no sabe lo que dice.
—¿Se ha aburrido el hombre desde siempre?
—Platón ya tiene miedo de resultar aburrido como a veces lo era Sócrates. Sin embargo, los testimonios sobre el tedio en la Antigua Grecia son muy escasos. Los griegos eran una sociedad con una proyección de futuro enorme, querían ser recordados como la gran civilización y bajo ninguna circunstancia como partícipes de un estado que no asociaban a la virtud. No es hasta el Imperio Romano cuando ya empieza a hablarse del aburrimiento, con Lucrecio, con Horacio, con Séneca…este aburrimiento ya se relaciona con lo patológico y se dice que puede conducir al suicidio. Roma encuentra en el entretenimiento, en el ocio, una estrategia para mantener a todos sus pueblos calmados. Pero un exceso de hedonismo también desemboca en aburrimiento. Llega un punto en que nada les resulta llamativo, atrayente.
—¿Y en la Edad Media?
— Se empieza a hablar de la ‘acedia’, un malestar que siente el monje cuando ya no le causa motivación tener que pasar todo el día dedicado a la contemplación de la divinidad. Se entiende que los monjes tienen una falla espiritual, pero durante el Renacimiento se convierte en una falla orgánica, un problema del cuerpo. No es tanto una enfermedad del espíritu, se empieza a hablar de la ‘bilis negra’, personas que tienen un desequilibrio de magmas en el cuerpo… Sin embargo, es también en el Renacimiento cuando se revaloriza el aburrimiento: se entiende que estas personas tienen una capacidad para percibir la realidad desde un prisma completamente distinto, se les considera genios. Pero es en el siglo XIX cuando más se habla sobre este sentimiento, que llega a denominarse la enfermedad del siglo.
—¿El tedio nos hace más creativos?
—Se suele decir que llegamos a un estado existencial que nos permite tener grandes ideas, pero eso es mentira. Cuando nos aburrimos pensamos en temas de lo más cotidianos: qué voy a hacer luego, qué voy a cenar esta noche, por qué he discutido con mi pareja. No tenemos destellos de genialidad. Sin embargo, es un estado que nos señala que la actividad que estamos desarrollando ha quedado obsoleta. Gracias al dolor que genera una situación aburrida comprendemos que debemos diseñar una nueva estrategia de huida. Nos mantiene en movimiento, evita el exceso de comodidad, de estancamiento. Si no fuese por esa funcionalidad que tiene el aburrimiento, con 30, 40 o 50 años seguiríamos haciendo lo mismo que cuando éramos niños. Llega el día en que nos deja de apetecer moldear plastilina.
—¿Cuándo pasa a ser patológico?
— El problema aparece cuando las personas se aburren independientemente de que el contexto cambie y son incapaces de diseñar estrategias de huida. Este tipo de aburrimiento, que ‘culpa’ al individuo, se ha investigado desde hace décadas y se relaciona con algunos trastornos de la personalidad. Sin embargo, he desarrollado un concepto novedoso dentro de la filosofía del aburrimiento: me di cuenta de que hay personas que también se aburren en toda circunstancia, pero no tienen ninguna patología, sino que se encuentran en contextos muy limitantes, como las residencias de ancianos.
—¿Qué hubiese sido del hombre sin aburrimiento?
—El tedio fue, en parte, responsable de que la especie homo siguiese evolucionando hasta llegar al homo sapiens sapiens. En la Prehistoria hay una parte del grupo que se va a cazar, expuesta a un reto constante. Pero los ‘débiles’, los que se quedan en la aldea, comienzan a tener grandes espacios de tiempo libre que se amplían con el fuego. Más luz. Más noche. Más vigilia. La especie busca formas de matar el tiempo: empieza a contar historias sobre la realidad, luego las inventa, canta, pinta... aparece una protocultura. El aburrimiento es una de nuestras grandes fortalezas en la lucha por la supervivencia y nos distingue de otras especies. Una vida sin aburrimiento nos conduciría a la extinción.
Salir del estancamiento «SI NO FUESE POR EL TEDIO, NUNCA HUBIÉSEMOS DEJADO DE SER NIÑOS»